Escarabajos y Samaritanos
Capítulo
1. Políticamente correcto
Héctor Gray levantó la
copa de acrílico llena hasta la mitad para brindar por la llegada de
un nuevo año. La escena la completaban su esposa, sus suegros y su
cuñado, entorno a la tradicional mesa de fin de año, con pan dulce
bajo en sodio, turrón sin azúcar y confites libres de gluten.
Héctor Gray se decía a
sí mismo que tenía mucho que celebrar. En el año que terminaba, el
911 de la era de Humberto, había conseguido un aumento en su
mensualidad, casi cincuenta taras. Para su renta anual de seis mil
taras significaba un diez por ciento de incremento, y un gran alivio
para su economía doméstica. En septiembre había cumplido nueve
años de casado, lo que también consideraba un logro importante,
después de sufrir severas crisis matrimoniales, con el fantasma de
la separación acechando. Pensaba en los treinta y cinco años que
cumpliría en mayo próximo. Y en su hijo de ocho años que dormía
apaciblemente en la habitación de sus suegros.
Ante todo, Héctor Gray
se consideraba un hombre políticamente correcto. Siempre se
vanagloriaba de tomar las decisiones acertadas, en virtud de hacer lo
más educado y adecuado a cada ocasión, y que eso le había
permitido tener los mejores resultados en la vida.
En la escuela guardería
siempre había sido un chico de conducta ejemplar. Sus compañeros lo
consideraban el mejor amigo que pudiera tenerse y las maestras le
demostraban la mayor consideración. Prestaba todo lo que le pedían,
sacaba las más altas calificaciones en todas las materias, cantaba
los himnos con mucho fervor en cada fecha patria y jamás perdía el
tiempo leyendo libros o viendo programas de televisión que no fueran
de consenso general entre sus condiscípulos o docentes.
En la escuela avanzada
fue también el mejor alumno en cada materia que le fue dictada.
Aunque allí no pudo ser amigo de todos sus compañeros. Algunos de
ellos tenían las típicas actitudes de la adolescencia: expresar
rebeldía y buscar nuevos caminos en lugar de tomar los ya probados.
Cosas que no podían permitirse en un comportamiento políticamente
correcto como el que Héctor Gray se imponía.
Siempre se mantuvo lejos
de los chicos de cabello largo, con o sin extensiones, que vestían
ropa de cuero sintético negro fluorescente. Generalmente escuchaban
géneros musicales crudos, los que no eran bien vistos, o al menos
eso pensaba él, ya que no pasaban ese tipo de música por radio o
por televisión. Héctor Gray sólo escuchaba música sintética y
genérica, siempre de moda. En la música sintética las canciones
tenían melodías de una sola nota y letras sin tema específico. La
música cruda, en cambio, tenía melodías complejas, y letras que
hablaban de guerra, hambre, injusticia social, amores y desamores. Y
no se podían bailar.
¿A quién podía
gustarle música que no podía bailarse?, solía preguntarse con
frecuencia Héctor Gray, que como persona políticamente correcta,
siempre que podía asistía a un boliche. Allí bebía algún trago,
bailaba con una chica y gastaba su poco capital en algo que era
correcto para la sociedad. No como otros jóvenes que preferían
gastar dinero en cosas tan inusuales como discos de música cruda,
libros de ficciones entreversadas o revistas de mangarietas.
“Ya crecerán”, solía
decir.
“Sólo están
prolongando un poco más de lo debido la adolescencia”, solía
burlarse.
Concluyó la escuela
avanzada con un título de técnico en mecanismos sintéticos de
segundo orden. En poco tiempo consiguió empleo en una fábrica como
operador de diversas máquinas. El trabajo no le agradaba, pero no
tenía otras ofertas, y era políticamente correcto que tuviera un
empleo desagradable y mal pagado.
También probó asistir a
la universidad, sin embargo, con los horarios rotativos, las horas
extras y otras circunstancias derivadas de su trabajo, el tiempo no
le alcanzaba para llevar adelante una carrera. Para Héctor Gray
estaba demasiado claro que la sociedad imponía que él debía
trabajar, ya que si no lo hacía, no tendría dinero para ir los
sábados al boliche. Así que dejó la universidad después de tres
semanas de infructuosos intentos por mantenerse al día con las
clases.
Con las chicas siempre
había tenido un moderado éxito. Hubo muchas novias en su
adolescencia, por la mayoría de las cuales no había sentido nada en
especial. No obstante, lo políticamente correcto era que estuviera
saliendo con alguien, mientras más bella, mejor. Los sentimientos
ocupaban un segundo plano. En ese sentido, su prueba más difícil la
tuvo a los veinticuatro años. Aunque jamás lo admitiría en
público, se había enamorado. No porque fuera políticamente
incorrecto enamorarse. El problema era que ella tenía diecinueve
años, cinco menos que él, y en el mundo civilizado que él conocía,
no podía permitirse que sucedieran semejantes desajustes. Uno y dos
años de diferencia estaban bien. Tal vez hasta tres. Pero cinco, no.
Optó por guardar sus sentimientos en el rincón más profundo de su
corazón y olvidarse para siempre de la dama en cuestión.
Al llegar a los
veinticinco decidió que era políticamente correcto sentar cabeza y
se casó con la chica con la que estaba saliendo. Una mujer de su
edad y condición social. Sería una buena esposa y madre se decía
continuamente antes de la boda, una ceremonia con muchos invitados,
como mandaba la etiqueta. Un año después, mientras luchaba para que
no le remataran la casa por las deudas que había dejado el
casamiento, llegó su hijo.
En el trabajo no le había
ido mal. Después de ser un operador en el escalafón más bajo
durante quince años había sido ascendido a operador clase dos. Con
diez por ciento más de sueldo. Héctor Gray creía tener todo lo que
un hombre de su origen social y posición económica podía llegar a
aspirar.
—Brindemos, familia
—propuso Héctor Gray, levantando su voz sobre el ruido de sirenas
que provenía del exterior—. Brindemos por esta ocasión tan
especial, por el año que viene, por el año que se va, por los que
ya no están, y agradezcamos al Supremo por estar juntos.
—¡Héctor! —exclamó
su suegra—. ¡Usted siempre tan correcto!
—Pienso que así debe
ser —respondió Héctor Gray—. ¿Qué hubiese sido de mi vida de
no haber tomado siempre decisiones políticamente correctas?
Héctor Gray llevó la
copa a la boca, cerró los ojos y de un solo trago vacío su
contenido. Champaña genérica de la más barata, por supuesto.
Cuando bajó la copa y abrió los ojos vio que todos estaban
demasiados quietos. Más que quietos, petrificados. Su esposa, junto
a él, todavía tenía la copa en los labios, sin que se moviera una
gota de líquido. Sus suegros tenían el brazo detenido a media
trayectoria de la boca. Todos tenían una amplia sonrisa en el
rostro, pero carente de vida.
Héctor Gray pensó que
le estaban haciendo una broma. Inmediatamente se dio cuenta de otra
cosa. Había un absoluto silencio. No se escuchaban las clásicas
sirenas y detonaciones de artefactos de pirotecnia que acompañaban
la llegada de cada año. Pasó un minuto y todos seguían inmóviles.
Y el silencio continuaba siendo total.
—¿Qué está pasando?
—gritó, con una sombra de pánico en el tono de su voz.
—No hay necesidad de
gritar —contestó alguien detrás de él.
Al darse vuelta, Héctor
Gray vio a un hombre de mediana estatura y de unos veinte años a lo
sumo, jugando despreocupadamente con los botones de su teléfono
celular. Vestía camisa y pantalón de jeans. Una persona normal que
no llamaría la atención, si no fuera que estaba en la sala de la
casa de sus suegros, en medio de circunstancias por demás
inexplicables.
—¿Quién es usted?
¿Cómo entró aquí? —le inquirió Héctor Gray—. ¿Qué busca?
—Soy un Samaritano
—dijo el extraño, con una media sonrisa—. Entré por la puerta
—dijo señalando la entrada a la sala—. En cuanto a mi propósito,
vengo a contestar tu pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Acabas de preguntar
que hubiese sido de tu vida de no haber tomado siempre decisiones
políticamente correctas. Yo te lo voy a enseñar.
El Samaritano sacó un
control remoto del bolsillo trasero de su pantalón y encendió el
televisor ubicado sobre una mesita en un rincón de la sala.
Aparecieron las imágenes de un aula en una escuela guardería. Había
un niño sentado en un banco y una maestra de pie junto a él. Héctor
Gray reconoció enseguida esas imágenes. Era su antigua aula, allá
por el sexto grado, y ese chico, allí sentado, era él.
—Héctor, otra vez
peleando con tus compañeros —decía la maestra.
—No es culpa mía
—respondía la versión infantil de Héctor Gray—. Ellos
se burlan de mí.
—Mira, tu conducta
en clase no es buena. Y estos constantes problemas no son bien vistos
por la dirección. Además, si te seguís negando a cantar los himnos
en las fiestas patrias vamos a tener que llamar a tus padres, como
paso previo a la expulsión.
—Es que no puedo.
Todos los himnos hablan de matar y morir. Y yo no quiero matar a
nadie. Ni tampoco morirme.
—Nadie quiere que te
mueras. Pero...
La imagen
se apagó. Héctor Gray miraba incrédulo, ya al televisor, ya al
intruso.
—¿Qué es esto? ¿Una
broma?
—No, no es ninguna
broma —respondió el Samaritano—. Dije que iba a responder tu
pregunta y aquí tienes una parte de la repuesta. Lo que viste son
las imágenes de lo que hubiese sido tu niñez si no hubieras sido
políticamente correcto.
—Y así no habría
llegado a ninguna parte —dijo Héctor Gray mientras, a pesar de su
asombro, tomaba algo más calmado la situación. Acababa de verse a
sí mismo como un chico marginado, sin amigos, que cuestionaba todo.
La confirmación de sus convicciones—. Seguramente nunca habría
tenido nada de lo que tengo ahora de haber sido un niño así. Nunca
hubiera llegado a ser el hombre que soy.
—Vos lo dijiste. Ese
chico nunca habría sido como vos —tras decir esto el Samaritano
volvió a encender la televisión.
Las imágenes mostraban
el comedor de la casa donde Héctor Gray se crió. Había varios
jóvenes sentados a la mesa. Los reconoció enseguida, eran
compañeros suyos de la escuela avanzada. A la mayoría casi nunca
los había tratado, así que se asombró de que estuvieran allí. Y
más se sorprendió cuando vio a su yo adolescente, de caballera más
larga que lo aconsejable y con una extraña estampa en la remera. Se
trataba de un personaje de mangarieta que no reconoció, por
desconocerlo todo acerca de la literatura gráfica. El Héctor Gray
del televisor encendió un reproductor de CD. Comenzó a sonar música
cruda, estridente, y con letras de contracultura.
—Bueno —decía
uno de los muchachos— juntamos casi cinco taras, con esto
compramos una botella grande de gaseosa sin azúcar y un paquete de
galletas sin sodio.
—Y si lo estiramos
un poco nos alcanza para cien gramos de embutido sin grasas trans
—decía otro.
Todos
reían, mientras hacían chistes sobre el examen que los esperaba al
otro día. Las imágenes volvieron a desaparecer.
—¿Y qué fue eso?
—Vos de adolescente
—respondió el Samaritano— si no hubieses sido políticamente
correcto.
—No entiendo. Me estás
diciendo que ese niño del que todos se burlaban en la escuela
guardería habría tenido buenos amigos en la escuela avanzada.
—Yo diría que más que
buenos amigos —el Samaritano sopesó la idea—. Yo diría que
habrían sido una hermandad. Un grupo muy unido, de pocos miembros:
los necesarios.
—Te lo concedo —dijo
Héctor Gray tras un instante de reflexión—. Esta versión mía de
cabello largo y gustos contraculturales podría haber tenido mejores
amigos que yo. Pero ya quiero ver la parte en que tuvo que
enfrentarse con la vida. Y como se dio la cabeza contra la pared.
—No te apures —decía
el Samaritano mientras accionaba otra vez el control remoto—. Es la
parte que viene.
Las imágenes mostraron a
un Héctor Gray de veintiún años caminando por la calle de regreso
a su casa. Tenía el cabello hasta media espalda, vestía jeans rotos
y una remera negra descolorida por el uso. Probablemente la misma que
usaba en las imágenes anteriores. Dos mujeres desde la puerta de una
casa lo veían pasar.
—Que enorme está
ese chico —decía una.
—Enorme y vago
—decía su interlocutora—. No trabaja, no va al boliche, no
gasta su dinero en pseudo bebidas espumantes, nadie sabe qué hace ni
de que vive. Aunque me pareció escuchar que sus padres le decían a
otro vecino que estudia en la universidad.
—Así, ¿no me
digas?
—Sí,
eso escuché. Pero su familia es de clase moderada, consumidora de
segundas marcas. ¿Y lo viste bien? Más parece alguien de clase
subalterna, consumidora de planes sociales, que un estudiante
universitario.
El Samaritano volvió
a apagar la televisión
—Tenía razón —dijo
Héctor Gray, lleno de satisfacción—. Mira lo bajo que hubiera
caído de no haber sido políticamente correcto. ¡No tener trabajo
ni asistir al boliche a esa edad! ¡Y que mis padres tengan que
mentir que estudio en la universidad! Dime, ¿a dónde habría
terminado? ¿Juntando cartones en la calle para cambiarlos por drogas
naturistas?
—Bueno. Tus padres no
habrían tenido que mentir —le respondió el Samaritano—. Si te
hubieras dado la oportunidad, realmente habrías estudiado una
carrera universitaria. La parte que viene te sacará todas las dudas.
Las imágenes mostraban
una oficina del algún tipo, con sus paneles separadores de plástico.
Allí se veía a un Héctor Gray, con sus cabellos largos, jeans
sanos y una remera negra nueva, pero con la misma estampa que en las
anteriores escenas. Estaba sentado en lo que parecía una sala de
espera.
—Héctor Gray
—llamó un muchacho— Físico atómico, recién graduado como
el mejor alumno de su generación, aquí está tu primera
mensualidad.
El muchacho
le acercó un sobre a Héctor Gray. Este lo abrió y contó su
contenido. Diez billetes de cien taras.
La imagen volvió a
oscurecerse, al igual que el perplejo rostro de Héctor Gray.
Recordaba el día que había cobrado su primer sueldo en la fábrica.
Apenas le había alcanzado para los viáticos.
—Ya es suficiente —dijo
luego de un rato al intruso—. Si querías amargarme, ya lo hiciste.
—No, amigo —dijo el
Samaritano, algo preocupado por el rostro triste de Héctor Gray. No
esperaba esa reacción—. Vos preguntaste y yo traté de ayudarte.
Es todo por tu bien. Pero estoy seguro que la respuesta todavía no
está completa.
La televisión volvió a
encenderse. Mostraba a un Héctor Gray contemporáneo del que
observaba la pantalla. Estaba frente a una computadora portátil,
escribiendo velozmente. A su espalda, en la pared, había un diploma
enmarcado, en el que se destacaba en grandes caracteres la frase
“Artista Censado”. Más abajo explicaba que Héctor Gray era
escritor de ficción entreversada, ampliamente reconocido por la
forma en que había mezclado sus complejas teorías sobre física con
la literatura.
Una joven mujer se acercó
hasta el Héctor Gray de la televisión y lo abrazó. Estaba
embarazada. Héctor Gray se dio vuelta y la besó.
—¿Qué escribís,
amor mío? —preguntó la mujer en la pantalla.
—Un cuento —le
respondió el Héctor Gray escritor— De pronto me puse a pensar
en cómo hubiese sido mi vida de haber sido una persona políticamente
correcta.
—¿Y cómo termina?
—quiso saber la mujer.
—¿No te lo
imaginas? —preguntó a su vez el Héctor Gray alternativo.
La imagen
se apagó por última vez.
—Reconociste a la
mujer, ¿verdad? —preguntó el intruso al ver la cara desencajada
de Héctor Gray.
—Pero ella...
Aquella era la mujer que
una vez había amado, y que prefirió olvidar, porque no era
políticamente correcto que hubiera algo entre ellos. Había olvidado
lo mucho que la había amado. Infinitamente más de lo que sentía
por su esposa.
—Bien, Héctor, ya debo
irme. Recuerda, todo esto lo hice por tu bien.
El Samaritano caminó
hasta la puerta de la sala y se desvaneció al cruzarla. El mundo
entorno a Héctor Gray recuperó el movimiento. Las ensordecedoras
explosiones de la pirotecnia llegaban desde el exterior, mientras su
familia reía y le dirigía palabras huecas sobre la corrección y su
importancia en la vida. Sin decir nada, Héctor Gray hizo lo único
políticamente correcto que podía. Sacó el revólver que guardaba
su suegro en un cajón y se pegó un tiro en la sien mientras cruzaba
la puerta de la sala.
Capítulo
2. La musa esquiva
No
había una sólo nube en el cielo. Todo el mundo parecía feliz, tan
sonriente como el sol que brillaba en el firmamento. Todo el mundo a
excepción de Judas Völler.
Sentando en un bar, sacudía suavemente la taza de café negro
instantáneo sin cafeína torrado con edulcorante, con la mirada
perdida en su sintética infusión.
—Parece que llevas el
peso del mundo en los hombros —dijo alguien.
Judas Völler levantó la
vista. Se encontró con un hombre joven vestido de jeans.
—No tengo dinero —dijo
Völler—. Lo que sea que vendas, no pierdas el tiempo conmigo.
—Pues, la verdad, no
vendó nada. Al contrario, tal vez vos puedas venderme algo. Estoy
buscando un pintor. Un retratista para ser más exacto. En la oficina
de censos me dijeron que vos eras el mejor.
Judas Völler señaló
con la mano una silla vacía, invitando a su interlocutor a que se
sentara.
—Mozo, tráigame un
café —pidió el muchacho mientras tomaba asiento.
—No sé que le dijeron
en la oficina de censos, y aunque cualquier dinero me vendría bien,
debo confesarle que yo no soy retratista. Al menos ya no.
—Eso sonó a que hay
una historia interesante detrás.
Völler cerró los ojos.
El pasado bailó ante sus ojos. Casi nunca hablaba sobre sí mismo.
Sin embargo, aquel día deseaba conversar.
—Hace
tiempo, cuando era un niño, yo soñaba con ser un gran líder
—confesó el artista—.
Uno de esos grandes líderes que son inmortalizados en la historia,
como Magma del Cairo o Gin Set Dog. Con el tiempo, comprendí que las
hazañas de aquellos hombres fueron miles y miles de cadáveres
pudriéndose al sol.
»Y
empecé a entender, con la experiencia de los años, que no es fácil
decidir que es lo mejor para otra persona. Lo había aprendido en
carne propia, muchas veces que otros decidieron que era lo mejor para
mí... y me lastimaron.
—Tomar decisiones nunca
es fácil —dijo el muchacho—. Yo me rijo por una sencilla regla.
Si encuentro un escarabajo de espaldas, intentando darse vuelta, lo
ayudo. Si veo un escarabajo caminando en la calle, entre las ruedas
de los autos, lo dejo ahí, en el camino que eligió.
—Una
regla bastante absurda, debo decir. No se ofenda. Yo
tan sólo quiero seguir mi camino. Sin lastimar a nadie, decidiendo
por mí mismo. Sin embargo, llegó un día,
un fatídico día, en que quise que otro tomara la decisión por mí.
»Hace
un tiempo ya que empecé la universidad, en la carrera de física,
rama temporal. Allí conocí mucha gente. Hice nuevos amigos. Sentí
que formaba parte de un grupo. También en esa época comencé a
tener cierto éxito con el arte. Mis cuadros se vendían, a precio
moderado, pero era un buen dinero para mi bolsillo.
»El
primer año de universidad había conocido a Angus Al Capella.
Resultamos ser buenos amigos. Hermanos de la vida. Él era la
estrella del departamento de física, un alumno muy prometedor. Yo
era una más del montón, más artista que físico. Pero
congeniábamos.
»Pese
a las diferencias de talento académico, logré seguirle el paso y
llegamos juntos al último año de la carrera. Claro que él
trabajaba en varios proyectos de la universidad y yo apenas lograba
estar al día. Fue durante ese último año que conocimos a Jenifer
Ocllo.
»Jenifer
era una mujer extraordinaria en todo sentido. Por las mañanas daba
clases de saxofón. Por las tardes realizaba tareas comunitarias en
escuelas y hospitales. Por las noches era stripper
en un fashion boliche. Bella, inteligente, sensible, todo
calificativo era poco para ella. Me enamoré apenas la conocí un día
que fui al hospital a atenderme una luxación de la muñeca.
»El
problema fue que Angus también se enamoró de ella, la noche que me
acompañó a verla bailar en el fashion boliche.
»Como
artista, cualquiera diría que no tendría problemas en expresar mis
sentimientos. Pero lo cierto es que soy un hombre reservado, y no le
había hablado de mis sentimientos a nadie, ni siquiera a Angus Al
Capella, mi mejor amigo. Aunque debería haber sido obvio lo que me
sucedía. Desde el día que la conocí, y durante casi un año, no
hice otra cosa que pintar retratos de Jenifer.
»Contrario
a mí, Angus me confesó la misma noche que la había conocido que
estaba enamorado de Jenifer.
Judas
Völler hizo una larga pausa.
—Dentro
de nuestro grupo de amigos, Angus y yo nos destacamos por tener
personalidades fuertes y fuera de lo común. Todo el tiempo estábamos
dándonos duras chanzas y burlas excesivamente agresivas, pero todo
dentro de un marco de amistad, solidaridad y compañerismo que por
momentos era totalmente contrastante. Angus era el mejor amigo que
había tenido en la vida.
»Y
Jenifer Ocllo era la mujer de mi vida.
»Tenía
que tomar una decisión. Perder a la mujer que amaba, o lastimar a mi
mejor amigo. Una decisión que nunca pude tomar. Por un tiempo me
recluí en mí mismo, sin saber que hacer. Angus no perdió el tiempo
e invitó a Jenifer a salir. Lo más doloroso fue que me enteré por
boca de ella, que me llamó por teléfono y me preguntó que opinaba.
“Debo salir con Angus, o hay algo que quieras decirme” me dijo,
con voz ansiosa.
»Le
dije que no tenía nada que decir. Desde entonces, me he alejado de
Angus, de mis amigos de la universidad, y sobre todo, de Jenifer. Y
dejé de pintar retratos. Cada vez que intento dibujar un rostro,
termino esbozando la sonrisa de Jenifer.
Judas
Völler golpeó la mesa con sus puños.
—Lo lamento, amigo,
pero no puedo ayudarlo.
—No hay problema. Es su
decisión. Completamente suya.
—Por cierto, ¿quién
es usted?
—Un Escarabajo —se
presentó el muchacho.
—Qué tenga un buen
día, Unes Carabajo.
El artista se levantó de
la silla, dejó cuatro taras sobre la mesa, y se marchó. Caminó
hasta su casa con las manos en los bolsillos y unas tímidas lágrimas
asomando de sus ojos. Jamás había confesado a nadie sus
sentimientos, y unos instantes atrás, sin saber porque, le había
contado todo a un extraño.
Llegó a su estudio y se
desplomó sobre una silla. Pensó en Unes Carabajo. Un nombre poco
común, aunque los había más raros. Tomó un lápiz y se abalanzó
sobre una hoja de papel. En pocos trazos firmes esbozó la figura del
muchacho. Por primera vez en muchos meses sentía nuevamente deseos
de pintar retratos. La musa había regresado.
Capítulo 3. A través de
la puerta
La
lluvia se precipitaba torrencialmente sobre las calles de la ciudad.
Enriko McMateo caminaba a paso lento desde el automóvil al hall
central del hospital. El agua que caía a su alrededor y sobre su
paraguas no le molestaba. Al contrario, le gustaba caminar bajo la
lluvia. Le ayudaba a pensar.
Su
trabajo lo obligaba a viajar constantemente. Casi nunca estaba en su
casa. Algo que no le había importado hasta que Cecilia apareció en
su vida. Por casualidad, la había conocido un día de lluvia, tres
años atrás, mientras iba de un asunto de trabajo a atender otro. Él
caminaba, tranquilamente con su paraguas. Ella iba corriendo, toda
empapada, a guarecerse bajo el toldo de un comercio. Como todavía
tenía tiempo para llegar a su siguiente labor, también se guareció
bajo el toldo. Empezaron conversando sobre la lluvia que caía
rabiosa. Cuando amainó ella le dio su número de teléfono celular.
Comenzaron a salir, a conocerse.
Desde
hacía dos años Enriko McMateo le prometía a su novia que dejaría
su trabajo y buscaría otro que le permitiera pasar más tiempo con
ella, y formar una familia. Pero primero debía ordenar todos sus
asuntos. Aquel día lluvioso iba a resolver el último. Un último
trabajo y estaría liberado para emprender una nueva etapa de su
vida.
Cerró
el paraguas al entrar al edificio.
—¿Viene
por el censo de artistas? —le preguntó una sobremaquillada
recepcionista.
—No. Soy el doctor
Enriko McMateo. Vengo a entrevistarme con el doctor Jonas Nahuel y
uno de sus pacientes.
Pocos minutos después el
doctor Jonas Nahuel llegó a la recepción y saludó con un apretón
de manos al doctor Enriko McMateo. Lo condujo hasta su oficina, donde
tomaron asiento.
—¿Desea un café
edulcorado? —preguntó el doctor Jonas Nahuel a su visitante.
—Quizás más tarde.
Dígame, ¿cómo se encuentra hoy el paciente?
—Estable. Como decía
el informe que le enviamos por correo electrónico, no ha tenido un
episodio psicótico en cinco años. Lo leyó, ¿verdad?
—Por supuesto. Es por
eso que estoy aquí. Me interesa mucho el cuadro de disociación
temporal que presenta. ¿Qué más puede decirme al respecto antes de
que me entreviste con el paciente?
—No más de lo que está
en el informe. El paciente fue encontrado hace cinco años en un
pasillo de un supermercado, junto a la puerta del baño, con un tiro
en la sien. Los médicos que lo atendieron lograron extraer la bala,
que por un milagro no había causado daño cerebral, salvándole la
vida. Cuando recuperó el conocimiento, como rutina, se le preguntó
su nombre y si sabía que día era. El paciente respondió que era
treinta y uno de diciembre, pero del año 911 de la era de Humberto.
—Casi diez mil años en
el pasado —interrumpió Enriko McMateo.
—Como sea, ese tipo de
desorientación es común en pacientes que han sufrido conmoción
cerebral. No obstante, el paciente tenía construida toda una
compleja fantasía sobre el tema. Aseveraba haber nacido en el año
876 de la era de Humberto, 5245 años antes de la era de Jacobo,
donde tenía una vida normal, junto a su esposa y su hijo de ocho
años, y un trabajo como técnico en máquinas de algún tipo. Fue
inmediatamente trasladado a este hospital psiquiátrico. Al
principio, solía ponerse violento cuando alguien intentaba hacerle
ver la realidad, poco a poco fue aceptando que vivía en una época
diferente. Comenzó a leer. Prácticamente se devoró los libros de
historia de nuestra biblioteca, la cual, sabrá, no es nada pequeña.
Luego siguió con los libros de física, convirtiendo en un erudito
en la materia. Tal vez lo haya sido antes del disparo en la cabeza.
Al día de hoy no hemos podido establecer su verdadera identidad, no
hay registros de personas desaparecidas que concuerden con él.
—¿Y por qué continúa
internado? Ha dicho que no muestra tendencias violentas, y que ha
aceptado que es el año 4567 de la era de Jacobo.
—Es verdad. Ha mostrado
mejorías en cuanto a su temperamento, siendo mi opinión profesional
que no es a priori una amenaza para sí o para otros. No obstante, si
bien ha aceptado que vive en nuestra era, sigue creyéndose nativo de
otra. El paciente cree que, de alguna manera que no puede
especificar, ha viajado en el tiempo —el doctor Jonas Nahuel se
puso de pie—. Bueno, lo llevaré a ver al paciente.
Las puertas del pabellón
de mínima seguridad se abrieron. Los tacos de los zapatos retumbaban
en las paredes grises. Los doctores Enriko McMateo y Jonas Nahuel
avanzaron hasta la habitación B314. Dentro de ésta un hombre de
unos cuarenta años leía un pesado libro sobre reactores nucleares.
No era de divulgación científica, se podía construir una planta de
energía con los contenidos de aquel volumen.
—Buenos días, doctor
Jonas Nahuel —dijo el paciente, levantando la vista del libro.
—Buenos días, Héctor
Gray —contestó el doctor—. Tienes visita.
—Soy el doctor Enriko
McMateo —se presentó el visitante—. Quisiera conversar un rato
contigo.
El doctor Jonas Nahuel
saludó una vez más al paciente y los dejó solos en la habitación.
Dos enfermeros aguardarían afuera por si necesitaba algo, como un
café o un chaleco de fuerza.
—Bueno, Héctor, ¿te
sentís cómodo aquí?
—Supongo que sí,
teniendo en cuenta mis opciones limitadas.
—¿Y por qué pensás
eso?
—Porque estoy loco.
Aquí es donde debo estar, entre paredes acolchadas y doctores
pregúntame a cada instante por qué pienso lo que pienso.
—Sos un hombre
inteligente. Hagamos un trato. Sé sincero conmigo, y yo no haré
preguntas tontas.
—De acuerdo, pero
primero conteste una pregunta. ¿A qué ha venido?
—A ayudarte.
—Por supuesto. A hacer
cosas por mi bien.
—No necesariamente.
Héctor Gray miró
contrariado al doctor Enriko McMateo.
—Mira, Héctor, sos un
hombre grande, capaz de tomar tus propias decisiones. Puedo ayudarte
a decidir, a ir donde quieres ir, pero la decisión de qué hacer o a
dónde ir es completamente tuya. Podés equivocarte, podés hacerte
daño, pero es tu decisión, y no es mi facultad decidir por vos.
—Vaya, al menos ahora
sé que no sos un Samaritano.
—No —dijo el doctor,
con el ceño fruncido—. Para nada soy un Samaritano.
—¿Y cómo pensás
ayudarme?
—En realidad, si todo
va como espero, será algo mutuo. Vos me vas a ayudar tanto como yo a
vos.
—Prometió no divagar.
—Prometí no hacer
preguntas tontas. Como, por ejemplo, en qué año naciste.
Héctor Gray sopesó la
respuesta.
—Seguro que ya leyó
todo sobre mí, así que no vale la pena darle más vueltas. Nací en
el año 5245 antes de la era de Jacobo.
—¿Sabés qué es esto?
—dijo Enriko McMateo extendiendo su mano con un pequeño aparato.
—Sí. Es un teléfono
celular. No es ninguna novedad.
—Claro que no, porque
en el año 5245 antes de la era de Jacobo había teléfonos
celulares, ¿no es cierto?
—Sí. Eran muy
similares a estos. Los de mi época tenían pantalla de cristal
líquido, sensibles al tacto, en lugar de botones sólidos. Ah, ya
caí. Me hace hablar, describir mi compleja fantasía disociativa.
—Eran como éste —dijo
Enriko McMateo mientras exhibía otro teléfono celular, con pantalla
de cristal líquido. Héctor Gray asintió—. Estos salen al mercado
el año próximo. ¿No te parece extraño que vos tuvieras mejores
teléfonos celulares hace diez mil años de los que se consiguen hoy
en una tienda de electrónica?
—Ya pasé por eso,
doctor. Y como no es una pregunta tonta, le voy a ser sincero. No
tengo idea de por qué todo es igual que hace diez mil años. No son
sólo los teléfonos celulares. La gente, los nombres, la televisión,
los cajeros automáticos, las computadoras. Todo es igual o parecido.
Tecnológicamente un poco más avanzado, o un poco más atrasado,
nada parece haber cambiado. He leído cuanto libro de historia ha
caído en mis manos. Y no he podido encontrar una respuesta. La
historia se resume en cronología de líderes, cambios políticos y
estadísticas televisivas. Nada que indiqué como vivía la gente
diez mil años atrás, ni cien años atrás. Todos suponen que todo
debió ser más primitivo, pero nadie lo sabe ni le interesa. Y lo
más fascinante, en mi época era igual, estábamos convencidos de
que éramos la cúspide de la civilización, sin preocuparnos
demasiado cómo vivían nuestros antepasados. Pero lo éramos. Éramos
la cúspide, pero la cúspide de una meseta interminable.
—¿Y tenés idea de
cómo llegaste aquí?
—No. No lo sé.
—Vamos. ¿No crees que
tuvo algo que ver con el Samaritano?
Héctor Gray se rascó la
barbilla.
—Sabe, doctor, los
últimos cinco años he pensado en dejarme la barba, y el cabello
largo, pero las normas del hospital no lo permiten. Tal vez debería
romperlas.
—Ojalá no lo hagas.
Pero es tu decisión. Y recuerda, decidas lo que decidas, yo te
apoyo.
—¿Quién es usted y
qué sabe del Samaritano? Nunca le hablé a nadie de él.
—Hace un instante
dijiste que yo no era un Samaritano. Pude haber inferido que tuviste
problemas con uno.
—Es cierto. Sos muy
hábil. Nunca se lo conté a nadie —Héctor Gray hizo una pausa—.
Y no pienso hacerlo ahora.
—Tal vez no sea
necesario. Déjame adivinar. Alguien aparece de improviso, se
identifica como un Samaritano, hace algo por tu bien, y después se
marcha, desapareciendo por el umbral de una puerta.
Héctor Gray permaneció
unos minutos en silencio. Caminó por la habitación dando círculos
con la cabeza gacha, mirando el piso.
—¿Quién sos vos?
—preguntó al visitante.
—Alguien que puede
ayudarte.
—No juegues conmigo. Si
no sos otro maldito Samaritano, que sos.
—A los de mi tipo los
llaman Escarabajos.
—Muy bien doctor
Escarabajo, sabes de mí más de lo que nadie debería saber, así
que desembucha.
—Los Samaritanos pueden
viajar por el tiempo y el espacio, cruzando el umbral de una puerta.
Las ventanas sirven también, pero las puertas son más cómodas. El
problema con los Samaritanos es que suelen ser descuidados, y a veces
dejan el pliegue espacio-temporal abierto. La noche del 31 de
diciembre del año 911 de la era de Humberto, el Samaritano que
conociste olvidó cerrar la puerta detrás de sí, y al cruzarla,
acabaste diez mil años en el futuro, con un tiro en la cabeza y un
diagnóstico de insania asegurado.
—El maldito Samaritano
—escupió con rabia Héctor—. Todo es su culpa. ¿Y vos, doctor
Escarabajo, cómo sabes lo que sabes?
—Nosotros, los
Escarabajos, también podemos viajar en el tiempo y el espacio. Pero
tenemos reglas. Reglas que debemos cumplir sin excepción.
Héctor Gray comenzó a
reír.
—¿Qué es esto? ¿Una
broma? ¿O es que estás más loco que yo? No, ya entendí. Es una
maldita prueba. Prueben al loco, a ver si ya está curado o sólo
finge estarlo.
Enriko McMateo caminó
hasta la puerta de la habitación y la abrió de par en par.
—Cree lo que quieras
creer. Cruzá la puerta, y ven conmigo. O quédate a reírte otros
diez mil años. La decisión es tuya.
Capítulo 4. Profesiones
—Espina del Brown es
arquitecto diplomado y trabaja en un gran estudio de abogacía, el
más importante de la República Matancera, como mensajero y cadete
—comenzó a explicar Enriko McMateo a Héctor Gray—. Tiene
treinta años, está casado con su novia de la escuela y tiene dos
hijos de su primer matrimonio. Las vueltas de la vida.
»A Espina del Brown le
gusta mucho la profesión que estudió. La eligió porque le agrada
conocer gente diferente y entablar enriquecedoras conversaciones con
disímiles clientes. Además, disfruta mucho dibujar y usar su
imaginación para resolver problemas.
»Lo
que le disgusta de su profesión es trabajar en espacios cerrados y
estar sentado mucho tiempo. Tampoco le gusta viajar largas distancias
a los edificios en construcción. Así que, tras terminar la
universidad, solicitó su actual empleo en el estudio de abogacía,
casualmente, propiedad de su suegro, el padre de su segunda esposa,
su novia de la escuela.
»Si
Espina del Brown hubiera tenido la oportunidad de elegir otra
profesión, habría elegido ser mecánico automotor, porque disfruta
mucho de los automóviles. Tiene dos vehículos que desarma y repara
por sí mismo los fines de semana. También hubiera elegido seguir
casado con su primera esposa, madre de sus dos hijos y la mujer que
realmente ama. Eso si alguien le hubiera dado la posibilidad de
elegir.
Héctor
Gray no decía nada. Era mucho lo que su cabeza intentaba asimilar.
Si alguien le hubiese preguntado en que pensaba, hubiera dicho que
estaba algo turbado por todo el asunto de ayudar a la gente a seguir
su camino. Si le hubieran preguntado a Enriko McMateo en qué creía
que estaba pensando Héctor Gray, hubiese dicho que estaba abrumando
por el abanico de posibilidades que se abría ante él para resolver
los problemas de otras personas.
Lo
cierto era que aquella mañana de un día frío del año 982 de la
era de Mario Emilio, mientras los dos Escarabajos, aprendiz y mentor,
observaban desde un bar a un hombre joven que caminaba en la calle
llevando un mar de papeles, Héctor Gray pensaba en las
modificaciones que haría al teléfono celular de su maestro una vez
que fuese suyo. Era todo un experto en física temporal. No le
costaría nada hacerlo.
—En
definitiva, no hay nada que podamos hacer por él —concluyó
McMateo, mientras mezclaba su café edulcorado.
—Si
vos lo decís —dijo Héctor Gray, entre sorbos a su té de hierbas
naturales transgenéticas.
—No
es lo que yo diga. Es lo que él decidió. Espina del Brown eligió
dejar que otros decidan su vida. Y no hay signos de que vaya a
cambiar.
—Entiendo.
Es el escarabajo que camina en la calle. Ahora que recuerdo, tenía
una pregunta para vos. ¿Qué fue primero, el nombre de Escarabajos
para la gente como nosotros, o la santa regla sobre escarabajos
peloteros?
—Primero
y después son términos muy confusos para los viajeros del tiempo.
Deberías saberlo, Héctor.
—Yo
diría más bien que son términos relativos. Partiendo de la base
que un viajero del tiempo no puede modificar su propio pasado, ya que
crearía una paradoja, podríamos trabajar con dos marcos de
referencia. Uno sería el tiempo desde el punto de vista de una
persona común que no puede desplazarse entre eras. El otro es el
tiempo según un Escarabajo o un Samaritano. Para ambos, el tiempo
transcurre de la misma manera según su propio marco de referencia.
—Pará
amigo. Vos sos el experto en el tema. Yo sólo aprieto botones y voy
de un lugar a otro.
En
la calle, Espina del Brown caminaba apurado. Tenía que llegar al
automóvil y llevar importantes documentos a sellar en diferentes
agencias gubernamentales, o su suegro le daría una reprimenda. Al
abrir la puerta, golpeó a un muchacho que venía caminando mirando
hacia atrás, sin prestar atención por donde iba.
—Cuidado
amigo —dijo del Brown, furioso. El automóvil era de la empresa y
si lo rayaba le descontarían las reparaciones de su sueldo.
Pero
al levantar la cabeza, y ver el panorama completo, su estado de ánimo
cambió. Cincuenta metros más allá, dos soldados de la policía
militar se acercaban, echando un ojo en cada bar y negocio,
preguntado a los transeúntes por alguien mientras mostraban una
fotografía.
El
muchacho que había chocado contra la puerta del automóvil tenía el
cabello rasurado, cicatrices y moretones en la cara, brazos y toda
superficie visible de su cuerpo. Sin duda era un conscripto que había
escapado de los maltratos del servicio militar obligatorio.
Espina
del Brown recordó en ese instante todas las torturas y vejaciones
que había sufrido cuando él fue conscripto. Dentro de todo, la
había sacado barata, sólo una cicatriz de bayoneta en la nuca por
tardar demasiado en pelar unas papas. Siempre había sido una persona
muy obediente que hacía lo que le ordenaban. Otros no tenían tanta
suerte. Uno de cada diez conscriptos no terminaba el servicio
militar, por discapacidad o por muerte.
—Subí
—le dijo al muchacho.
Antes
de saber que estaba haciendo, Espina del Brown puso en marcha el
automóvil de la empresa de su suegro y salió a toda velocidad,
llevando consigo a un desertor que escapaba del ejército. Los
papeles que había traído consigo quedaron desparramados en el
suelo, en el asfalto de la calle.
—Al
final de cuentas, tal vez podamos hacer algo por ese hombre —dijo
Enriko McMateo, desde el bar, mientras acababa su café.
Capítulo 5. El Templo del
Tiempo
El doctor Angus Al
Capella saludó a la multitud reunida en el auditorio del Templo del
Tiempo, como se conocía a la Universidad Regional Nº4, por ser su
departamento de física el origen de los mayores avances en el campo
de la física temporal.
—Desde
el principio del mundo el hombre ha querido viajar —comenzó
su discurso—. Viajar de un lado a otro en
busca de alimento, mejor clima o simplemente para saciar sus sed de
aventuras. Primero a pie. Luego con la rueda y el caballo vinieron
los carros. Al caballo lo reemplazó el motor. A los carros le
sucedieron aviones y helicópteros. En una carrera que jamás se ha
detenido, y que probablemente nunca se detenga, el hombre ha ideado
vehículos que surcan la tierra, al agua y el aire. Incluso vehículos
capaces de ir más allá de la atmósfera terrestre y alcanzar los
cuerpos celestes de nuestro sistema solar. Pero, al día de hoy,
había un vehículo que el ser humano no había logrado idear. Un
vehículo que surque el tiempo.
»Pues
bien, de eso se trata esta conferencia. Tengo el enorme placer de
anunciarles que yo y mi equipo hemos concluido la construcción de un
dispositivo capaz de transportar a un hombre en el tiempo y el
espacio —decía mientras exhibía un
teléfono celular.
La
muchedumbre comenzó a murmurar. La conferencia parecía que iba a
durar un buen rato y se acercaba la hora de comienzo del reality show
de mayor audiencia en la televisión.
—Doctor Al Capella
—interrumpió alguien en la primera fila—. ¿Puede abreviar su
discurso? Ya va comenzar Sexo y Escándalo.
—¿Acaso has escuchado
algo de lo que he dicho? —gritó el orador, furioso por la ruptura
en el hilo de sus ideas—. ¿Acaso comprendes la importancia de lo
que estoy divulgando? Acabo de anunciar que hemos inventado una
máquina para viajar en el tiempo.
—¿Y qué? —volvió a
interrumpir el oyente de la primera fila—. La semana pasada anunció
que había inventado una máquina para ver realidades alternativas. Y
la anterior fue una máquina para rejuvenecer el cuerpo humano. Mi
novia está muy feliz con su primer invento, pero la verdad es que
estamos un poco cansados de tanta innovación, y queremos dedicar
algo de tiempo, ese tiempo cuyos misterios tanto de empeña en
descubrir, en actividades más ociosas y con mucho menos sentido.
—Nadie los obliga a
estar aquí —dijo Al Capella, con un bufido.
Apenas acabó de
pronunciar la frase el público se levantó de sus asientos y
abandonó el auditorio.
—Odio los reality shows
—bramó el doctor Angus Al Capella—. Si pudiera, los eliminaría
de la existencia.
—Estamos con usted
—dijo el asistente en jefe del equipo de investigación, con la
aprobación de los otros asistentes—. Pero hoy George Adansky va
confesar secretos de alcoba de María Úrsula Towers. Así que si nos
permite...
Los asistentes del equipo
de investigación también se marcharon, dejando al doctor Al Capella
solo en un auditorio vacío, con la cabeza hundida en el púlpito.
—Si tanto odia los
reality shows, ¿por qué no utiliza su máquina del tiempo para
evitar que los inventen?
El doctor Al Capella
levantó la vista del escritorio. El oyente de la primera fila que lo
había interrumpido durante la conferencia seguía allí, en su
asiento.
—¿Usted? —dijo,
acomodándose los anteojos—. Hace unos minutos parecía tener prisa
por ir a ver su programa, señor...
—Guy de Samaria. La
verdad es que sí, tenía prisa. Pero después me di cuenta de que
podía tomarme el tiempo necesario para escuchar su conferencia y
después pedirle prestada su máquina para retroceder en el tiempo y
ver Sexo y Escándalo sin complicaciones.
—Un buen argumento.
Lástima de que no se le ocurrió antes.
—¿Y qué hay de mi
pregunta? ¿Por qué no usa su máquina para solucionar su aversión
a los reality shows?
—Ojalá fuera tan
fácil. Lo cierto es que el origen de los reality shows se pierde en
los confines del tiempo. No hay registros históricos que nos hablen
de sus inicios, parecen ser tan antiguos como la televisión.
—Ya veo.
—No. Usted no ve nada.
Aunque conociera el origen de los reality shows, tampoco podría
viajar al pasado y borrarlos de la existencia, porque al hacerlo, no
los odiaría en el presente, y no viajaría al pasado para
exterminarlos. Una auténtica paradoja.
—¿Y las paradojas son
malas?
—Muy malas. Podrían
destruir todo el universo.
—Entonces, hay que
evitar a toda costa las paradojas.
Guy de Samaria se levantó
de su asiento y corrió hasta el púlpito. Tomó el teléfono celular
del doctor Al Capella, abrió un pliegue espacio-tiempo en la salida
de emergencia del auditorio y desapareció por ella.
Unos segundos después,
un hombre joven apareció por la puerta por donde había salido Guy
de Samaria.
—¿De casualidad pasó
un Samaritano por aquí? —preguntó.
—Podría decirse que sí
—respondió Al Capella—. Se marchó hace un instante con el único
prototipo de una máquina del tiempo.
—Gracias —dijo el
muchacho, mientras apretaba botones en su teléfono celular.
—¡Fascinante! —exclamó
el doctor Al Capella al ver de cerca el dispositivo manipulado por el
extraño, mientras un hilo de baba le corría por la comisura de la
boca—. Has modificado mi diseño original para poder rastrear
pliegues espacio-tiempo.
—Por favor, usted hizo
el trabajo pesado —dijo, y desapareció por la misma puerta por la
cual llegó.
Capítulo
6. Por una moneda
El
oficial Almejo Washingtonez se acercó sigilosamente a la parte
trasera del galpón. Un llamado anónimo lo había llevado a ese
depósito abandonado en las afueras del parque industrial de Viga V.
Se trataba de una construcción de chapa con dos ventanas bloqueadas
por cajas y una única puerta. Si había alguien adentro no podría
escapar.
Buscaba
una particular banda de falsificadores. Una organización criminal
que le había dado a la policía federalísima más dolores de cabeza
que ningún otro criminal en toda la historia de la República
Popular Democrática de la Argentina. Desde hacía casi dos años que
impunemente llenaban las calles de todo el país con monedas falsas
de media tara y, hasta aquel momento, todos los intentos por
encontrarlos y llevarlos ante la justicia habían sido vanos.
Al principio, no habían
sido tomados muy en cuenta. Las monedas eran de poco valor y nadie se
molestaba ni siquiera en fijarse si eran buenas o falsificadas,
simplemente circulaban como si fueran de curso legal. Quizá en otro
momento ninguna autoridad habría notado la propagación, pero por
entonces, con la proliferación las máquinas expendedoras de
comidas, bebidas, tickets, productos de variados tipos, todas
funcionando con monedas, la historia era otra. Pronto las quejas de
las empresas licenciatarias de las máquinas, como las de miles de
usuarios, comenzaron a inundar las oficinas públicas. El principal
problema radicaba en que a pesar de su gran parecido con las monedas
legales, las falsas eran de una aleación distinta, por lo cual su
espesor y peso diferían lo suficiente como para que máquinas
expendedoras no las reconocieran, y por ende, las rechazaran.
Mucho tiempo estuvo la
policía federalísima sin poder encontrar a los responsables de
aquel fraude. Las primeras pesquisas habían arrojados resultados
nulos, parecía que las monedas simplemente aparecían en la calle,
en los bolsillos de la gente. Después de varias semanas de intensas
investigaciones se descubrió que los falsificadores introducían las
monedas a través de limosnas a iglesias y a indigentes, algo que
costaba comprender, ya que nadie en todo el cuerpo de policía podía
adivinar cuál era el lucro obtenido por los malhechores. A ese
hallazgo siguieron varios meses donde se indagó a cada alma
caritativa de la ciudad y alrededores. Agentes de policía
disfrazados de mendigos se apostaron frente a templos y bancos,
mientras eran filmados por sus compañeros. Aquello dio poco
resultado, para entonces las monedas falsas estaban tan introducidas
entre la población que perseguir a todos los que las regalaban
resultaba un desperdicio de tiempo.
Había pasado casi un año
de iniciada la investigación cuando hallaron uno de los talleres
donde se realizaba la fraudulenta maniobra. En lo que parecía un
desarmadero de automóviles encontraron varios hornos y los moldes
utilizados, como más tarde comprobarían los análisis de
laboratorio, en la fabricación de monedas apócrifas. Algunos
testigos aseguraban haber visto a un sospechoso entrar en el taller
poco antes de la llegada de la policía, sin embargo, no pudieron
encontrar el menor rastro de los falsificadores.
En lo sucesivo otros
cuatro talleres fueron descubiertos, pero sus ocupantes siempre
lograban librar el cerco policial, aun cuando se tenía la certeza de
capturarlos con las manos en la masa.
El oficial
Almejo Washingtonez se encaramó al borde de la puerta. Con una
fuerte patada la derribó y entró escudriñando el galpón en todas
direcciones, sin dejar de apuntar con su revólver siempre al frente.
Aquel parecía ser su día de suerte. Allí estaba el horno en el
cual se fundía el cobre, y en una mesa contigua las prensas que se
usaban para acuñar las falsas medias taras. Y si bien en un
principio el recinto parecía vacío, un ruido detrás de unas cajas
apiladas le reveló que uno de los falsificadores intentaba huir
hacia la puerta.
A un agente bien
entrenado de la policía federalísima no le costó trabajo rodear
las cajas y, siguiendo las practicadas en más de una ocasión
indicaciones del manual de procedimientos, tener al sospechoso en el
suelo con las manos esposadas.
—¿Dónde están sus
cómplices? —preguntó sin mostrar ninguna emoción en sus
palabras.
—¡Usted no lo
entiende! —dijo el detenido. Su voz mostraba una enorme
desesperación, hasta se diría que un pánico mortal—. No debo ser
detenido. ¡Por amor al Supremo, debe dejarme ir!
—Dígale eso al juez y
al fiscal. A mí sólo dígame donde están los otros.
—¡Por lo Omnipotente!
Deme al menos una oportunidad de explicarme.
El oficial Almejo
Washingtonez estaba acostumbrado a esas reacciones por parte de los
detenidos. Muchas veces intentaban convencer a los agentes de la ley
de que todo se trataba de un error y que ellos no habían hecho nada.
Frecuentemente, las explicaciones iban acompañadas de ruegos y
súplicas de todo tipo. No era raro que alguno se pusiese a llorar
mientras gritaba que era inocente. Pero algo dentro de él le dijo
que debía dejar hablar a aquel hombre. La intuición solía ser un
factor clave para hacer de un oficial un buen investigador, y su
intuición no le había fallado nunca.
—Bien —accedió el
oficial, mientras ayudaba al detenido a sentarse sobre una caja—.
Tiene un minuto.
—Bueno, tal vez no me
alcance ese tiempo.
—Entonces no lo
malgaste y vaya al grano de una vez, que tengo artistas que censar.
Si no es el delincuente que falsifica monedas de media tara, ¿quién
es usted?
—Soy un Samaritano. Un
Samaritano que ha visto el futuro.
El oficial Washingtonez
observó al sospechoso. Decididamente trataba de tomarle el pelo, o
estaba completamente desquiciado. Sus ojos estaban llenos de pánico,
pero ningún gesto lo delataba como mentiroso. Se inclinó a pensar
que no tenía todas las cartas en el mazo.
—Buen cuento —dijo el
oficial—. Ahora a la comisaría.
—Espere. No quiere
saber por qué estoy aquí.
Washingtonez lo analizó
un segundo. No dudaba que el sujeto estaba deschavetado, pero, si le
seguía la corriente, quizás podría hacer que soltara la lengua y
llevarlo a sus cómplices.
—Está bien. ¿Qué
hace acá?
—Verá oficial, sé que
como agente de policía usted debe estar acostumbrado a todo tipo de
cuentos de parte de los detenidos. No obstante, usted debe creerme.
Todo lo que voy a decirle es verdad.
—No dije que no le
creyera.
—No, no me cree. De todos modos, he aquí lo que
hago. Estoy tratando de evitar la trigésima tercera guerra mundial.
—Vaya, amigo. En verdad
se esforzó, aunque su minuto se acabó. A la comisaría.
—¿Por qué no revisa
mi bolsillo trasero? —dijo el detenido, con gesto de jugarse su
última carta.
El oficial Washingtonez
se acercó cuidadosamente al sospechoso y metió su mano en el
bolsillo trasero del pantalón de jeans, el del lado izquierdo. No
encontró nada. Metió la mano en el derecho, también en apariencia
vacío. Se asombró al extraer un control remoto multifunción.
—¿Qué es esto?
—preguntó.
—Si tuvieras un
televisor, con ese control remoto podría mostrarle lo que hubiese
sido de su vida si hubiera tomado decisiones diferentes.
—Muy conveniente que no
haya un televisor, ¿verdad?
—¿Por qué no vuelve a
revisar el bolsillo?
El agente de la policía
federalísima metió otra vez la mano en el mismo bolsillo, y extrajo
un teléfono celular.
—¿Qué truco es este?
Bah, los he visto mejores —Washingtonez intentó revisar la lista
de contactos del teléfono. Estaba bloqueado con contraseña—. Los
agentes del laboratorio se encargarán de sacarle información.
—Usted sigue sin
entender. Ese no es un teléfono celular. Es mi computadora cronal,
me permite abrir pliegues espacio-tiempo entre una puerta y otra. Sin
ella no podría moverme en el tiempo y el espacio. ¿Por qué no
sigue revisando mi bolsillo?
Almejo Washingtonez
volvió a revisar el bolsillo. Sacó una calculadora, un reproductor
de cintas de audio, una cámara de fotos analógica y otra digital.
—Y supongo que nada de
esto es lo que parece.
—No —dijo el
detenido—. Salvo la cámara digital. Me gusta tomar fotos de los
lugares que visito.
—Ya basta —dijo el
oficial, con fastidio—. He visto a un mago sacarse un plumero de la
manga y me pareció un truco tan burdo como el suyo. El cuento de los
viajes en el tiempo se lo relata al juez.
—¿Y no siente
curiosidad por saber que tienen que ver las monedas de media tara con
la trigésima tercera guerra mundial?
Washingtonez analizó la
situación. La lógica indicaba que el prisionero padecía insania y
que debía llevarlo a la comisaría más cercana. Por otro lado, no
podía esconderse a sí mismo que estaba intrigado.
—Es su día de suerte.
Se ganó mi curiosidad. Continúe.
—La
cosa es así. Dentro de dos años, un tipo llamado Mayo Benedictino
subirá al transporte público de pasajeros, el que ustedes
cariñosamente llaman el
amontonado.
Hasta entonces, Benedictino no será nadie importante, sólo un
ciudadano que todos los días viaja de su casa al trabajo y del
trabajo a su casa. Pero ese día querrá el destino que el conductor
del microómnibus sea Fardo Quintal, quien también hasta ese día
tan sólo será un humilde trabajador realizando su labor por las
calles de la Capital federalísima.
»Aquella
fatal jornada, cerca de la seis de la tarde, Benedictino abordará el
amontonado que maneja Quintal para regresar a su casa. Quintal,
fanático del club de balonmano Diablos Carmesíes, llevará sobre el
uniforme de trabajo una bandera totalmente roja, representativa del
equipo de sus amores, ya que ese día estará jugando un partido por
la Copa Virreyes de Sudamérica. Benedictino introducirá dos monedas
de media tara en la máquina expendedora de boletos. Con la primera
no habrá inconvenientes, pero la máquina se tragará la segunda,
sin darle el boleto ni devolverle el dinero.
»Benedictino
se quejará a Quintal por este incidente, quien en ese momento estará
absorto en el partido de balonmano, y le dirá al pasajero que ponga
otra moneda y no lo moleste. Benedictino le responderá con un largo
epitafio sobre la madre de Quintal. El chofer, para quien su madre es
sagrada, se incorporará lleno de ira y acometerá con los puños
contra Benedictino, pero al hacerlo olvidará detener el movimiento
de su unidad de transporte, la cual, sin control, se irá a estrellar
contra la sede de la embajada de Territorios Democráticos de
Norteamérica.
»Querrán
entonces los malvados hados que se halle de guardia en la embajada
Ruby von Sánchez, un agente de inteligencia recién llegado a la
República Popular Democrática Argentina y desconocedor de nuestras
costumbres. El amontonado de Quintal derribará el muro exterior de
la embajada y se introducirá varios metros en el edificio, matando a
una docena de miembros del servicio diplomático. Cuando von Sánchez
llegue al vehículo, encontrará a Quintal sobre el volante, ya que a
último momento el chofer intentará detener la catástrofe, sin
éxito. Lo que pondrá a von Sánchez con los pelos de punta será
ver a Quintal con una bandera roja sobre los hombres, emblema
utilizado, además de por los fanáticos del club Diablos Carmesíes,
por los simpatizantes libertarianos.
»Sin
perder un segundo, von Sánchez se precipitará sobre el teléfono
satelital e informará a su gobierno de un ataque suicida
libertariano contra la embajada de su país en la República Popular
Democrática Argentina. Como represalia, el gobierno de Territorios
Democráticos de Norteamérica derribará dos aviones espías de la
Unión de Proletariados Socialistas que se hallarán sobrevolando sus
costas. En realidad, esos dos aviones serán contratados por empresas
turísticas de aquel país para relevamientos aéreos con fines
comerciales, merced de que la Unión de Proletariados Socialistas
alquilan sus aviones a un precio mucho más accesible.
»Furiosos, el gobierno de la Unión de
Proletariados confiscará las sucursales de las cadenas de comida
rápida en su territorio, todas ellas con casas matrices en
Territorios Democráticos de Norteamérica. No contentos con eso, le
venderán a la República Imperial China las recetas de las distintas
especialidades gastronómicas, que oportunamente se confiscarán
junto con los edificios. Los chinos, con su abundancia de mano de
obra barata, no tardarán en inundar el mundo con carne semisintética
picada a precios tan bajos que le será imposible a cualquier otro
fabricante competir con ellos. Esa será la gota que rebalse el vaso,
ya que, tras ello, Territorios Democráticos de Norteamérica,
acompañados por sus aliados europeos, le declararán la guerra a las
potencias libertarianas.
»Y
una devastadora guerra atómica destruirá el mundo.
—De la comisaría va
derecho al asilo —sentenció Washingtonez. Aunque se mostraba
impasible la curiosidad lo había picado—. A propósito. Sigo sin
entender qué tiene que ver falsificar monedas de media tara con la
trigésima tercera guerra mundial.
—¿No se da cuenta? He
invadido el país con monedas falsas, monedas que no funcionan en
ninguna máquina expendedora de lo que sea. Dentro de seis meses ya
nadie utilizará monedas de media tara, sin preocuparse si son buenas
o falsas, pues todo el mundo estará harto de los inconvenientes que
ocasionan. Dentro de un año el Banco Central Federalísimo decidirá
sacar las monedas de media tara de circulación, debido a que ya
nadie va a aceptarlas. Dentro de dos años, cuando Benedictino pague
el boleto de regreso a casa, lo hará con una moneda de una tara en
vez de dos de media tara. Así, no habrá una segunda moneda que
trague la máquina, no habrá discusión entre Quintal y Benedictino,
el amontonado no se estrellará contra la embajada de Territorios
Democráticos de Norteamérica. Nadie tomará represalias. Y así,
lograremos evitar la trigésima tercera guerra mundial.
El oficial Washingtonez
contempló al detenido varios segundos, con la boca abierta,
meditando sus siguientes palabras.
—Sigo sin comprender
—dijo el agente de la ley—. ¿Por qué está tan seguro de que
Benedictino, a falta de monedas de media tara, abonará el pasaje con
una moneda de una tara y no con cuatro de un cuarto? ¿O diez de un
décimo?
—Este... —la
incredulidad se apoderó del rostro del falsificador. Sus ojos se
abrieron tanto como las monedas que adulteraba. Su boca se quedó sin
palabras.
—Bueno. Ya ha sido
suficiente. A la comisaría... —Washingtonez se desplomó
inconsciente.
Un hombre joven apareció
por detrás del oficial de policía, cruzando la única puerta. Tomó
la calculadora que había dejado el oficial sobre una caja y marcó
unos dígitos. Las esposas del detenido se abrieron.
—Casi me agarra —dijo
el liberado, frotándose las muñecas—. Gracias. ¿Sos un
Samaritano?
—Para nada soy un
Samaritano.
El falsificador se quedó
turbado.
—¿Acaso sos un
Escarabajo? ¿Por qué me ayudas? Los tuyos nunca ayudan a los
nuestros.
—¿Quién
dijo que vine a ayudarte? —respondió el otro, con una mueca gélida
en el rostro.
El
oficial Almejo Washingtonez despertó varias horas después, en el
suelo, entre cajas llenas de monedas falsas. Tendría mucho que
explicar a sus superiores, por haber ido a aquel lugar solo, sin el
apoyo de algún compañero, y, sobre todo, por el cuerpo sin vida del
falsificador que yacía a su lado, lleno de agujeros de bala. Aquello
le traería muchos dolores de cabeza.
Capítulo 7. El día
después
La
noche del 20 de mayo de 2915 de la era de Willermo
(noche para occidente, primera horas de la mañana en oriente) el
mundo entero estuvo pendiente de la televisión, de la radio, de la
Internet, de las invisibles ondas electromagnéticas que surcaban el
planeta desde un polo magnético a otro, cruzando las verdes selvas y
las doradas arenas de los desiertos, para llegar con información
reciente a las bulliciosas metrópolis y a los silenciosos pueblos
fantasmas, donde era consumida por multitudes ávidas de saber que
sucedía más allá de la atmósfera, a miles de kilómetros sobre la
faz de la Tierra.
Meses
atrás, trasnochados astrónomos habían descubierto un cometa, que
al igual que sus muchos hermanos del vacío interminable, viajaba en
una constante travesía con rumbo al Sol, atravesando en su
peregrinación las órbitas de los cuerpos celestes que trazaban una
órbita elíptica entorno al astro rey. Pero a diferencia de sus
compañeros que viajaban sin molestar a nadie, este continente
volador tenía claras intenciones de bañarse en las aguas del Océano
Pacífico.
Los
físicos entraron en escena y pronosticaron que aquello daría lugar
a un espectáculo de fuegos y luces de extraordinaria belleza visual,
a continuación del cual seguiría una destrucción sin precedentes
en la historia de la humanidad. Tan terrible iba a ser el impacto que
era muy factible que este evento fuera el epitafio del hombre.
De
los astrónomos y los físicos, el descubrimiento pasó a la
Asociación de Estados Aliados. Se convocaron a expertos en todas las
ramas de la ciencia. Territorios Democráticos de Norteamérica, la
Unión de Proletariados Socialistas y la República Imperial
China, olvidando décadas de diferencias y desconfianza, se pusieron
a la cabeza de todas las naciones de la Tierra en la gesta épica más
importante que alguna vez se halla encarado: la misma supervivencia
de la especie.
En
cuestión de semanas el resultado del arduo trabajo conjunto rindió
sus frutos en la forma del más grande y sofisticado vehículo
espacial construido hasta entonces. Su vientre se llenó con los más
experimentados astronautas, encabezados por el piloto y participante
asiduo de reality shows Carlos Wang Brosky, además de las nuevas
bombas de fusión fría, inventadas para la ocasión, y mil veces más
potentes que cualquier bomba atómica antes fabricada.
El
20 de mayo se produjo el encuentro culminante entre el asesino del
espacio profundo y los campeones nucleares. Hombres, mujeres, niños,
ancianos, ricos, pobres, capitalistas, socialistas, creyentes, ateos,
casados, solteros, pródigos, huérfanos, científicos, analfabetos,
sanos, enfermos, cada ojo y cada oído estuvo atento y presto a
conocer el desenlace. Todas las cadenas de televisión levantaron su
programación habitual para cubrir el espectáculo celeste con sus
estrellas terrenales más famosas.
Esa
noche los hombres de noticias de todo el mundo informaron que el
criminal cometa había sido destruido y que la Tierra estaba a salvo.
En las grandes ciudades hubo monumentales celebraciones, con lluvias
de papel picado, cornetas y serpentinas. En los pueblos pequeños la
gente bebió hasta el amanecer en honor de los héroes que,
esgrimiendo la espada la ciencia, habían preservado la vida tal como
la conocían.
Piadoso
Bearly, sin embargo, se acostó temprano. Al día siguiente debía
levantarse con los gallos para trabajar. El campo requería atención
y no entendía de tragedias celestes. Había que regar las
plantaciones, siempre avarientas de humedad, y estar alerta para que
el traicionero granizo no destruyera la labor de un año en pocos
minutos.
También
había que estar a las diez en pueblo, la hora en que habría el
banco, para renegociar la hipoteca de su propiedad. Las últimas
temporadas habían sido malas, las ganancias paupérrimas, y ahora,
más que nunca necesitaba una extensión de los tiempos de pago.
—¿Cómo
está hoy, señor Bearly? —saludó cordialmente el gerente del
banco.
—Por
ahora bien, caballero. Y espero que mejor aún, cuando me dé las
buenas noticias.
El
gerente puso un semblante triste. Con esa mueca agria en el rostro,
sumado al traje oscuro que vestía, dada la impresión de que acababa
de regresar de un funeral.
—Lamento
informarle que la renegociación de su deuda fue rechazada por la
casa central del banco —escupió el gerente.
—¿Qué?
—Bearly trató de serenarse. No había esperado un golpe así.
Había confiado en que le darían las mismas facilidades que en años
anteriores—. ¿Pero por qué? Siempre he sido puntual con mis
pagos.
—Lo
sé, señor Bearly. No obstante, usted era beneficiario de un
subsidio que la Bolsa Mundial de Préstamos otorgaba al desarrollo de
las explotaciones rurales en este país. Desgraciadamente, la Bolsa
Mundial de Préstamos ha cancelado estos subsidios y, por ende,
nuestro banco considera que usted ya no está en condiciones de
mantener su emprendimiento...
Illyana
Gorgojo también se levantó temprano el 21 de mayo, no porque
tuviera que ir a al trabajo, hacía varios meses que buscaba empleo
sin ningún éxito, sino, porque se sentía muy mal aquella mañana.
El estómago le dolía como si alguien calzando zapatos con clavos
caminara en su interior. De seguro la cena de la noche previa le
había caído pesada, con tantos nervios por lo que podía acontecer
allá arriba. Luego de vestirse y arreglarse un poco el enmarañado
cabello, decidió caminar las pocas cuadras que la separaban del
hospital público, para consultar a un médico.
Sólo
que el hospital ya no era público. El Estado, necesitado de dinero,
lo había vendido a una empresa privada. Así lo explicaban los
enfermeros y custodios a la muchedumbre apesadumbrada que se cernía
sobre las puertas del edificio, buscando una respuesta inexistente a
sus dolencias. Madres a punto de parir se mezclaban con heridos de
bala en un desconcierto masivo de enfermedades y quejas.
Illyana
tuvo que cotejar las dos alternativas que le dejaban, o bien pagaba
la abultada cuenta que le cobrarían, para lo cual no disponía de
recursos económicos, o bien se trasladaba a otro hospital público.
El más cercano se encontraba a unos cincuenta kilómetros de ahí,
siempre y cuando a este no lo hubieran vendido también.
Lee
Khamis fue otro de los que ese día estaban arriba al despuntar el
alba. Era un niño de ojos negros luminosos, el mismo color de su
piel castigada por el duro sol de las grandes sábanas. Sentía la
marca del desvelo, hasta altas horas de la noche había estado
levantado junto a su numerosa familia viendo la televisión, para
saber que pasaba en el espacio. Haciendo un esfuerzo, se apresuró a
cumplir con la rutina de cada jornada. Se lavó la cara con el agua
que bombeaba manualmente del pozo que había detrás de su casa, y
después corrió a la escuela, donde lo esperaba el desayuno
caliente, recién hecho.
Pero
ese día el comedor de la escuela estaba cerrado. La maestra, triste,
con lágrimas que caían de sus ojos y mojaban el delantal, miraba
desconsolada el piso. El gobierno, presionado por la Fuente Bancaria
Internacional, había recortado el presupuesto en todas las áreas.
Había sido una poda pareja, quirúrgica, sin contemplaciones ni
excepciones. Desde aquel día no habría dinero para los comedores
escolares.
En
la gran ciudad, dos Samaritanos, mentor y aprendiz, contemplaban el
papel picado sobre las calles, subproductos de la exuberante fiesta
de la noche anterior. Bebían con ánimo la última botella de
cerveza que habían podido comprar, un par de minutos antes de que
los agotados encargados de los expendios de bebidas decidieran ir a
buscar descanso de la velada agitada.
—Nuestros
esfuerzos dieron fruto —dijo el mentor.
—Sí
—asintió el aprendiz—. Gracias a nuestra ayuda, Carlos Wang
Brosky condujo la misión espacial contra el cometa asesino. Por
cierto ¿Habías oído alguna vez sobre esas bombas de fusión fría?
—No.
Es la primera vez que escucho de ellas. En las otras eras en las que
estuve siempre usaban bombas atómicas tradicionales contra los
meteoritos y cometas que se acercaban demasiado a la Tierra.
—Lo
que es capaz de hacer el hombre cuando quiere —dijo el aprendiz,
con el rostro rojo por el alcohol, contemplando el cielo con la
esperanza de encontrar algún indicio del vehículo espacial o de los
restos del cometa.
—Así
es —condescendió el mentor, mientras trataba de evitar que el
eructo que salía de su boca fuera demasiado aparatoso.
—Escuché
que construir la nave y todo el asunto del cometa costó miles de
billones de taras. ¿De dónde sacaron tanto dinero?
—De
la Fuente Bancaria Internacional, la Bolsa Mundial de Prestamos, cada
país aportó lo suyo.
—¡Enhorabuena!
—exclamó el aprendiz, en tanto arrebataba la botella de manos de
su mentor y la empinaba por su garganta.
Capítulo
8. El juicio
Enriko
McMateo cerró los ojos. Tan cansado estaba que apenas se recostó en
la cama sus párpados bajaron un instante, buscando aliviar las
pupilas agotadas por el extenuante día. Y por una vida más larga de
lo que debió haber sido. Doscientos años como Escarabajo,
recorriendo el tiempo y el espacio. Cincuenta años junto a la mujer
que amaba. Cinco más sin ella.
Al abrir
los ojos ya no estaba en su habitación. Se encontraba sentado en un
banquillo. Nunca antes había estado dentro de una, pero había
escuchado hablar de ellas. Supo de inmediato que estaba en una
Cronosala de Justicia, el lugar donde juzgaban a los Escarabajos que
rompían las reglas.
Sobresaltado,
se puso de pie. Tres hombres lo rodeaban. Uno de ellos se sentaba
detrás de un imponente escritorio. Los otros dos se hallaban de pie
a su derecha e izquierda. Observó dos sillas a espaldas de ellos, y
una gran cantidad de papeles, el de la derecha los llevaba
amontonados bajo el brazo, el de la izquierda los hojeaba con avidez,
distraído de lo que sucedía a su alrededor. También había un
número abultado de hojas sueltas sobre el escritorio. Y un televisor
en una esquina.
—Ahora
que están todas las partes presentes, esta Cronosala de Justicia
procede a dar comienzo al juicio —dijo el hombre detrás del
escritorio.
—Señor juez —llamó
el hombre a la derecha de McMateo al individuo del escritorio—.
Como fiscal quisiera empezar haciendo la acusación formal.
—Adelante —concedió
el juez.
—Señor juez, hoy, en
este tribunal, voy a demostrar que el acusado —señaló a Enriko
McMateo— es culpable de crímenes contra la humanidad.
—¿Qué? —el acusado
se mostró contrariado—. Eso es ridículo. Jamás le he hecho daño
a nadie. Al contrario, pasé la mayor parte de mi vida...
—¡Silencio! —ordenó
el juez—. No hable a menos que se le indique expresamente.
McMateo miró a uno y
otro lado, buscando una salida. El cuarto no tenía ni puertas ni
ventanas. Ningún umbral que atravesar. Estaba atrapado. Por un
momento estuvo tentado de reírse. Cincuenta y cinco años siendo una
persona normal y todavía buscaba instintivamente los umbrales. Sólo
por un momento.
—¿El abogado defensor
tiene algo que decir? —preguntó el juez.
Tras unos segundos de
vacilación, el hombre a la izquierda del acusado levantó la vista
del mar de papeles que tenía en sus manos y movió la cabeza de uno
hacia otro lado, en señal de negación.
—En tal caso que el
fiscal proceda a presentar la evidencia contra el acusado —indicó
el juez.
—¡Esto es ridículo!
—exclamó McMateo—. En doscientos años nunca me salté una
regla. Nunca cambié el rumbo de nadie.
—¿El Acusado podría
decirle a esta corte cuál es su ocupación? —preguntó el fiscal.
—Soy jubilado.
—Y antes de eso...
—Psiquiatra.
—Y antes...
—Fui un Escarabajo. Eso
es obvio, o no me habían traído aquí. No veo que tiene esto que
ver con...
—Tiene mucho que ver,
se lo aseguro —el fiscal tomó la pila de hojas que tenía bajo el
brazo y se la alcanzó al acusado—. ¿Reconoce al hombre en estas
fotografías?
—¿Reconocerlo? Yo lo
recluté y lo entrené para que me reemplazara. Su nombre es...
—Héctor Gray —concluyó
el fiscal—. ¿Recuerda haber estado en el año 982 de la era de
Mario Emilio? Seguro que lo recuerda. Usted ayudó a un hombre a
abolir el servicio militar obligatorio, ¿verdad?
—Sí. Lo recuerdo.
Había sido instaurado después del censo de artistas. Yo ayudé a un
muchacho que...
—Señor juez
—interrumpió el fiscal dirigiéndose al hombre detrás del
escritorio— el nombre de ese muchacho es Espina del Brown. Uno de
los mayores genocidas de la historia de la humanidad. Y Enriko
McMateo es un cómplice necesario de sus crímenes.
El acusado abrió los
ojos como nunca en su vida. Recordaba a Espina del Brown como un gran
pacifista. El fiscal la había llamado genocida, y a él, su cómplice
necesario. Aquello no tenía sentido.
El fiscal sacó un
control remoto de su bolsillo y encendió el televisor. Un hombre,
Espina del Brown, encabezaba una marcha por las calles de una ciudad.
Se lo veía exaltado, alentando a las masas que le seguían a
concentrarse frente a un edificio público. Aquellas imágenes,
aquellos hechos que McMateo recordaba con suma claridad, se habían
convertido en lo que podría haber sido.
—En un principio,
Espina del Brown debió ser el pacifista que el acusado recuerda
—continuó el fiscal—, como resultado de haber cumplido con el
servicio militar obligatorio y haber presenciado lo que considero
crímenes atroces contra los conscriptos. Sin embargo, por un cambio
en la historia anterior a esos hechos, no hubo servicio militar
obligatorio. Y Espina del Brown fue conocido como el Carnicero de la
República Porteña.
—Es una locura —el
acusado no podía dar crédito a lo que oía—. Me están acusando
por la muerte de gente que no conocí, y que fueron asesinados por
personas que eligieron por sí mismas ese curso de acción, sin que
las haya podido influenciar de modo alguno.
—¿El abogado defensor
tiene algo que alegar? —preguntó el juez.
Una vez más, tras unos
segundos de vacilación, el abogado defensor levantó la vista y negó
con la cabeza.
—Pasemos al segundo
caso —dijo el fiscal—. ¿El acusado recuerda haber estado en el
año 12222 de la era de Lorenzo?
—Sí. Allí ayudé a un
pintor a comenzar una escuela de arte. Creo que fue poco después del
censo de artistas. Sí. El censo fue en el año 12221...
El fiscal cambió el
canal en la televisión. Un pintor creaba imágenes sobre un lienzo
frente a decenas de aprendices que lo observaban embelesados. Otra
vez, lo que podría haber sido.
—El pintor a quien el
acusado hace referencia es Judas Völler —explicó el fiscal—.
Comisario de la policía antidisturbios, que en 12222 encabezó la
masacre de las fábricas de chips, donde murieron miles de obreros
que protestaban por la pérdida de fuentes de trabajo.
—No puedo creerlo
—McMateo meneaba la cabeza—. Ustedes pretenden, pretenden...
El acusado se detuvo en
su perorata. Su mente se envolvió en una vorágine de imágenes.
Recordó con sumo detalle los días en que había sido un aprendiz de
Escarabajo, y su mentor le inculcaba las reglas básicas.
“Si un escarabajo está de espaldas, intentando
incorporarse, dalo vuelta”. “Si camina en la calle, entre los
autos, déjalo seguir el camino que eligió”. Frases sencillas que
encerraban toda una filosofía de vida. McMateo siempre había
respetado fielmente ese código. Cada persona elegía su camino. Si
era o no el mejor camino que podía elegirse, eso no era de su
incumbencia.
Se preguntó si él había
sido tan buen maestro. De repente una idea lo asaltó. Había algo
que conectaba ambos casos. Habían ocurrido en proximidad de los
censos de artistas. Y si...
Podría y tal vez. Eso
era un laberinto sin salida al que no había que entrar. Una regla
básica entre los viajeros del tiempo y el espacio que los
Samaritanos olvidaban con suma facilidad.
—¿El abogado defensor
tiene algo que agregar? —preguntó por tercera vez el juez.
El abogado defensor negó
con la cabeza, sin ni siquiera levantar la vista de los papeles.
—¿Acaso no vas a decir
nada? —preguntó Enriko McMateo al abogado defensor. Este negó con
la cabeza.
—No dirá nada —explicó
el juez— puesto que en este tribunal el abogado defensor no tiene
voz.
Enriko McMateo cayó
pesadamente sobre el banquillo. Se tomó la cabeza entre las manos.
Dadas así las cosas, sin comprender del todo por qué lo acusaban,
sin poder ejercer abiertamente su derecho a defensa, se podía decir
que su culpabilidad estaba demostrada.
—La fiscalía ha
concluido con su caso —arguyó el fiscal.
—En tal caso, procederé
con la sentencia.
—Un momento, señor
juez —pidió el abogado defensor, entre las miradas curiosas de los
presentes.
—¡Eh! —el juez quedó
pasmado—. Usted no puede hablar.
—Entonces, ¿qué estoy
haciendo?
—Esto es irregular
—interrumpió el fiscal—. Exijo que se expulse al abogado
defensor.
—Imposible —dijo el
juez—. No puede haber juicio si no hay abogado defensor. En todo
caso, escuchémosle, aunque debo advertirle que su carrera está
terminada.
—Yo diría todo lo
contrario, señor juez. He leído el archivo histórico del acusado,
su intachable obra como Escarabajo, y merced a ello he llegado a la
conclusión de que aquí se está cometiendo una injusticia.
—Pamplinas —objetó
el fiscal—. Se han seguido todos los procedimientos pertinentes.
Somos Escarabajos. Nosotros siempre nos atenemos a las reglas.
—Y yo creo que ahí
está nuestro error. Siempre tendemos a pensar que una injusticia es
producto del incumplimiento de una norma, pero yo digo que pueden
existir casos en donde la injusticia puede ser originada en la
aplicación arbitraria de las normas. Como en mi caso, donde por una
absurda regla no se permite hablar, aun cuando puedo hacerlo, y muy
bien, además.
—De acuerdo —aceptó
el juez—. Queda absuelto del cargo de insubordinación. Pero su
defendido será ejecutado al amanecer, en país y fecha a confirmar,
dentro de cinco minutos.
—Por favor, señor
juez, permítame terminar antes de tomar una decisión —pidió el
abogado defensor—. Yo pregunto, ¿de qué se lo acusa a mi
defendido? ¿De matar a personas? ¿De cómplice necesario en
crímenes contra la humanidad? Él no decidió el camino de Espina
del Brown ni de Judas Völler. Ellos eligieron su camino.
—¡Ya basta! —el que
interrumpía ahora era el acusado, gritando de pie—. Me estoy
devanando los sesos y no logró entender de qué me están acusando.
Un pacifista y un artista convertidos en carniceros. ¿Qué demonios
está sucediendo?
—Los Samaritanos —dijo
el abogado—. Los Samaritanos están siendo cazados y asesinados.
Sin Samaritanos, no hay censos de artistas. Sin censos de artistas...
—Ya veo —McMateo se
desplomó sobre su silla—. ¿Cuál es el daño?
—Nadie puede ir más
allá del año 2917 de la era de Willermo —explicó el abogado
defensor—. La humanidad finalmente encontró su destino. La
trigésima tercera guerra mundial se peleó con bombas de fusión
fría y arrasó todo el planeta. Señor juez, pido indulgencia para
este hombre.
—De acuerdo. El acusado
no será ejecutado —sentencio el juez—. En su lugar, deberá
deshacer el daño que ha causado.
—Por enésima vez: ¿Qué
se supone que hice? ¿Y cómo voy a deshacerlo sin causar una
paradoja?
Enriko McMateo cerró los
ojos, quería concentrarse. Su mente ya no era lo que había sido.
Algo se le escapaba y no podía dar con ello. Cuando levantó los
párpados estaba otra vez en su habitación, recostado en la cama. En
su mano izquierda, como única prueba palpable de lo que había
vivido en la Cronosala de Justicia, había una fotografía, con la
leyenda Cazador de Samaritanos manuscrita en caracteres toscos.
Una fotografía de Héctor
Gray.
Capítulo
9. Podría y tal vez
Un trueno
anunció el comienzo de la tormenta. La lluvia cayendo sobre el techo
de chapa era casi sedante. Para Akira Novahouse era indiferente.
Recostado en la cama, tenía la mirada fija la mesita de noche. Más
específicamente, en la filosa trincheta que asomaba en un mar de
papeles.
Así
pasaba horas. Recostado en la cama. La mirada en la trincheta. Un
corte, era todo lo que pensaba. Un corte a lo largo del brazo que
destrozara la arteria, haciendo imposible la coagulación. Un corte,
y todo habría terminado. No más penar por sueños que no podía
alcanzar. No más penar por lo que había perdido, por lo que ya no
podría tener. Pero los días se sucedían sin que hiciera otra cosa
que recostarse en la cama y observar la trincheta. Ninguna otra cosa.
Sin
empleo, ni dinero, ni nada por lo que valiera continuar con esa
progresión de ganancias efímeras y pérdidas perennes que llamaban
vida. Si al menos ella todavía estuviera a su lado... Pero no
estaba.
La lluvia
comenzaba a menguar. Akira Novahouse se sentó en la cama. Tomó la
trincheta de la mesita de noche. La deslizó por su brazo derecho,
sólo para sentir la fría caricia de acero sobre su piel. La dejó
sobre la mesita de noche y volvió a recostarse
—¿Cuánto
tiempo más vas a estar así?
Akira
Novahouse se incorporó de un salto. Había un intruso en la
habitación.
—¿Quién
sos?
—Soy un
Samaritano —respondió el aludido, mientras tomaba la trincheta de
la mesita de noche—. Vengo a ayudarte.
—¿Ayudarme
a qué? ¿Cómo?
—A
seguir tu vida. Y la única forma es que me deshaga de esta trincheta
antes que te hagas daño con ella. Es por tu bien.
Akira
Novahouse estaba bastante sobresaltado de que un individuo que jamás
había visto en su vida hubiera irrumpido en su habitación y supiera
algo sobre él que nunca le había dicho a nadie, que nadie podía
saber. Tal vez por eso no se sobresaltó tanto cuando otro intruso
cruzó el umbral de la puerta de su habitación.
—Lo
siento, muchacho, pero este Samaritano no podrá ayudarte hoy —dijo
el recién llegado. Tenía un revólver en la mano izquierda con el
que apuntaba al otro intruso.
Dos veces
había sido una sorpresa. La tercera fue rutina. Otro intruso cruzó
el umbral de la puerta.
—Disculpa
—dijo el tercer intruso mientras tomaba al primero que había
llegado por las solapas de su camisa de jeans—. Por paradójico que
suene viniendo de un Escarabajo, es por tu bien —explicó antes de
arrojarlo a través del umbral de la puerta, por donde simplemente
desapareció.
—Enriko
McMateo —llamó el segundo intruso al tercero—. Te ves bien para
alguien de tu edad.
—¿Qué
puedo decirte, Héctor Gray? Tuve que volver al servicio activo
—explicó, mientras devolvía la trincheta que le había quitado al
Samaritano a la mesita de noche.
—Perdés
el tiempo. No me atraparán —dijo Héctor Gray antes de lanzarse a
través del umbral de la puerta y desaparecer. Enriko McMateo le
siguió.
Akira
Novahouse quedó solo otra vez en su habitación. Volvió a
recostarse en la cama, con la vista fija en la trincheta que había
sobre la mesita de noche. Por un momento, un fugaz instante, una idea
surcó su mente. El tercer intruso se parecía un poco a él. Unos
diez años más viejo, quizás. Enseguida olvidó ese pensamiento.
Sabía que no viviría tanto.
Héctor
Gray cruzó la puerta de un restaurante en el año 2309 de la era de
Gregorio. Había dos mesas ocupadas. En una, tres muchachos
celebraban que uno de ellos se había comprado el último modelo de
teléfono celular, con cámara fotográfica y reproductor de audio.
En la otra, Enriko McMateo lo aguardaba, con dos cervezas frías.
—De
acuerdo —dijo Héctor Gray, mientras se sentaba a la mesa de
McMateo. Su mentor no sabía de física temporal tanto como él, pero
conocía mil trucos de una larga vida cruzando puertas—. Esta es la
última era donde se puede conseguir cerveza de la buena y no la
porquería dietética de las otras. Conversemos un rato.
—Te
mantuviste ocupado —dijo McMateo.
—No
todos nos confortamos caminando bajo la lluvia.
—Eso es
lo que buscas. ¿Confort?
—Sos un
tipo inteligente. Podés deducir por qué hago lo que hago.
—¿Venganza?
—Tal
vez a un nivel subconsciente.
—Ah, ya
veo. Estás salvando a toda esa gente cuya vida sería peor si se
cruzara con un Samaritano.
—Podría
decirse.
—Lo que
hacés va contra las reglas. Siempre fuiste un hombre que cumplía
las reglas.
—Sí.
Siempre cumplí las reglas —Gray apretó el vaso de acrílico tanto
que lo deformó—. Siempre obediente. Siempre haciendo lo que era
políticamente correcto. Hasta que un Samaritano me mostró lo que
sería mi vida si hubiera roto de vez en cuando las normas. Y vos me
diste los medios para romperlas.
—¿Seguís
con eso? ¿Odias al Samaritano que arruinó tu concepción maniquea
de la vida y por ello querés castigarlos a todos?
—¿Un
Escarabajo me llama maniqueo? Eso si que es irónico.
—Nosotros
no vemos el mundo en blanco y negro. Cada quién sigue el camino que
elige, sin importar si es o no el mejor camino elegible.
—Por
supuesto. Si un escarabajo está de espaldas,
intentando incorporarse, dalo vuelta. Si camina en la calle, entre
los autos, déjalo seguir el camino que eligió. ¡Pamplinas! La
misma retórica del bien y el mal de los Samaritanos, salvo que ellos
son más honestos. Salvan al escarabajo de la calle, pisan al
escarabajo de espaldas, hacen lo que les parece que está bien. Vos
seguro le devolviste la trincheta a ese muchacho porque así lo dicen
las reglas.
—Lo que
haga con la trincheta es su elección —dijo McMateo, con una media
sonrisa, el primer gesto amigable que hacía.
—¡Eras
vos! —Héctor Gray se había dado cuenta al fin del parecido de
Enriko McMateo con Akira Novahouse—. Vos eras ese muchacho.
—La
prueba de que la vida da muchas vueltas. La eternidad es muy extensa.
Tanto, que a veces, uno puede extraviarse en eventos superfluos y
perderse los importantes. Vamos, termina tu cerveza para que te
muestre algo.
Cinco
minutos y dos milenios después, Enriko McMateo y Héctor Gray
cruzaban el umbral de la puerta principal de un galpón en las
afueras de la Metrópoli Unitaria, capital de La Argento.
Cientos
de hombres, mujeres y niños se apiñaban en catres superpuestos
hasta hileras de cinco. Rostros apesadumbrados, ropas rotas, andrajos
sucios, olores pestilentes provenientes de las letrinas ubicadas en
el mismo galpón. Brazos y piernas esqueléticos. Llanto de chicos
hambrientos. Lamentos de madres de hijos que no habrían de
sobrevivir la noche. Quejidos de hombres vencidos.
—¿Qué
es este lugar? —preguntó Héctor Gray, acongojado.
—Te
había dicho que uno puede extraviarse en eventos superfluos y
perderse los importantes. De seguro que te habrás topadas en todas
las eras con los censos de artistas.
—Sí.
¿Pero qué tiene que ver con este horror?
—¿Para
qué crees que son los censos de artistas? Pues, para esto. Para
reubicarlos en campos de concentración. Un Samaritano te mostró
parte de lo que hubiera sido tu vida si no hubieras sido un hombre
políticamente correcto. Sólo una parte. No te mostró todo. Aquí
hubieses terminado de haber sido escritor.
Héctor
Gray posó una y mil veces su mirada por las almas hacinadas en el
galpón. Escritores, pintores, escultores, actores, artistas
plásticos, dibujantes, poetas, músicos, bailarines, todos seres
sensibles convertidos en números de serie grabados en camisas
roñosas.
—¿Pero
cómo...? —preguntó Héctor Gray. Había leído sobre guerras y
exterminios en libros de historia. Nunca había visto uno, nunca
sintió la curiosidad. Estaba ocupado en otras cosas que le parecían
más importantes—. ¿Cómo es posible que los hombres se hagan esto
uno a otros? ¿Cómo sucedió esto?
—La
respuesta es compleja. O tal vez no. Tal vez es la naturaleza del ser
humano, siempre dispuesto a dañar a su propia especie. O a dañarse
a sí mismo —explicó McMateo, mientras evocaba el muy lejano
recuerdo del frío contacto del acero sobre su piel—. Tu vida
podría haber sido mejor, también podría haber sido peor. Los
podría y los tal vez son infinitos, y si los dejás, te van a volver
loco. No un exiliado cronal confundido, sino loco de verdad. Bien.
Hay un lugar más que debemos visitar.
Un
instante después cruzaban un umbral. Es todo lo que podía decirse
del arco de piedra enclavado en la tierra baldía hasta donde
alcanzaba la vista. No había indicios que indicaran si había sido
una puerta o una ventana. Sólo piedras y cenizas.
—Estamos
en el año 2917 de la era de Willermo —dijo
McMateo—. Ese arco de piedra es lo único que queda de pie en la
Tierra. La trigésima tercera guerra mundial arrasó todo el planeta.
—Fascinante —dijo Gray, mientras tomaba un puñado de cenizas y
lo dejaba caer como una fina lluvia—. Lo irónico es que la
pregunta que me viene a la cabeza no es por qué, ni cómo, sino por
qué ahora y no antes. Ah, ya recuerdo. Yo maté al Samaritano que
intentaba impedir la guerra.
—No. Ni
de cerca. Te dije que los podría y los tal vez son infinitos.
Podrían haber pasado miles de cosas diferentes, con o sin la
intervención del Samaritano, como pasan en todas las eras. Y, sin
embargo, a lo largo de la eternidad todo sigue igual. Teléfonos
celulares, bebidas dietéticas y una paz augusta interrumpida por
guerras que cambian la densidad y distribución de la población
mundial, pero nada más. Aquí, en cambio, hubo un hecho decisivo que
cambió la historia. Aquí no hubo censo de artistas.
Héctor
Gray se sentó en el suelo. Buscaba entender. No encontraba sentido
al mar de hechos aparentemente inconexos que le había presentado su
antiguo mentor.
—Dicen
que los artistas producen sus mejores obras cuando están tristes
—dijo McMateo—. Cuando están inconformes con su realidad. Cuando
sufren. Desde el punto de vista de los Samaritanos, lo mejor que
puede hacerse por un artista, es hacerlo sufrir.
—Ya veo
—dijo Gray—. Así que convencen a las autoridades de hacer los
censos de artistas. Primero el censo, luego la reubicación en campos
de concentración.
—Y los
artistas producen sus mejores obras. Sólo que se pierden. No hay
quien las lea, ni las admiré. No hay público que aplauda. Como
consecuencia de esta supuesta buena acción, cada tantos siglos,
todos los artistas de la tierra desaparecen.
—Sin
arte, no hay inconformistas —Héctor Gray comenzó a reír
desbocadamente—. Sin inconformistas, todos se vuelven políticamente
correctos.
—Sin
inconformistas, todo sigue como está —continuó McMateo, siempre
serio—. No hay evolución. La humanidad se estanca en un presente
continuo. Miles de años en el pasado, o miles de años en el futuro,
todo sigue igual. Hasta que decenas de Samaritanos son asesinados, y
en una era lejana, la humanidad innova y alguien inventa las bombas
de fusión fría.
—Pero,
¿no es esto lo que buscan los Escarabajos? ¿Qué la humanidad siga
su camino? —preguntó Héctor Gray mientras señalaba el infinito
desierto gris—. ¿No es la humanidad el escarabajo que camina en la
calle, entre los autos, con la muerte acechando en cada rueda?
—Puede
ser. O puede que sea el escarabajo de espaldas, luchando por darse
vuelta. ¿No le debemos el beneficio de la duda?
Victor Justino Orellana,
2008