viernes, 24 de julio de 2020

Un cuento largo: El barrio Progreso

El Barrio Progreso

El colectivo era más viejo que yo. No es que yo fuera un anciano con treinta y tantos años, pero aquel vehículo de pasajeros había visto mejores décadas. Probablemente todas. Los guardabarros flameaban como banderas. La carrocería vibraba como un diapasón. Los vidrios estaban rotos. Varias capas de pinturas se amontonaban sobre las chapas, sin poder esconder las abolladuras. No me llamó la atención que no tuviera la placa con el número de patente.
Dos días antes, por la mañana, mi jefe me había llamado a su oficina. Había un barrio que todavía no habíamos relevado para nuestro plan estratégico de ventas para el gran Buenos Aires. Claro que “nuestro plan” era una manera de decir. Yo era un simple encuestador que trabajaba por el suelo mínimo y andaba en colectivo. Mi jefe se había comprado la cuatro por cuatro este año. El jefe de mi jefe viajaba a Nueva York en primera clase todos los meses.
Mi jefe decía tener el dato de que había un tal barrio Progreso, a un costado de la ruta 3, en el segundo o tercer cordón del conurbano. No figuraba en el mapa. No era extraño. La mitad de los barrios del gran Buenos Aires no figuraban en ningún mapa ni documento oficial. Pero se sabía que estaban en tal zona de tal partido, y que tal y tal colectivo iban o pasaban cerca.
El barrio Progreso era mucho más escurridizo. Mi jefe me ordenó que lo encontrara e hiciera los relevamientos necesarios para determinar su potencial comercial. Tomé mis portafolios, me puse el celular en la cintura y partí. Liniers era el lugar para empezar mi búsqueda. De allí salen infinidad de colectivos hacia el oeste del gran Buenos Aires. Pregunté en todas las terminales que encontré, a chóferes, inspectores, boleteros, diarieros, taxistas. Ninguno tenía la menor idea de donde se encontraba el barrio Progreso. El día concluyó sin que tuviera el menor éxito en mi misión.
Al día siguiente fui hasta San Justo. Me parecía que lo más lógico era seguir la ruta 3 y ver que pasaba. Tomé el 174 y baje en Ruta 3 y Arieta. Allí repetí mi fórmula de preguntar y preguntar hasta que me cansé de escuchar siempre la misma respuesta negativa. Me acerqué a un kiosco y compré una tarjeta prepaga para mi celular. Me estaba quedando sin crédito. También me compré un pebete de jamón y queso. Era casi las dos de la tarde y no había comido.
—¿De casualidad no sabés dónde queda el barrio Progreso? —pregunté al muchacho que atendía el kiosco. Me contestó con una agitación de la cabeza. Di dos mordidas al pebete y salí a la calle. Aquello era una pérdida de tiempo. Decidí que lo mejor era volver a la oficina y empezar la búsqueda desde otro ángulo, o sea, archivarla en un cajón hasta que mi jefe me preguntara por el asunto.
—¿Muchacho, vos buscás el barrio Progreso? —dijo alguien detrás mío.
Al darme vuelta me encontré con un linyera. El aliento a alcohol casi me noquea. El pelo canoso enmarañado asomaba debajo de un sombrero de ala ancha. La plateada barba de tres días crecía sobre un rostro curtido por el sol. Tenía las manos en los bolsillos de un saco de lana ajado por tiempo, y sobre todo por las polillas, el que apenas cubría los andrajos que a su vez cubrían la humanidad delgada y sucia de aquel hombre derrumbado. Lo encontré completamente repulsivo desde el primer instante en que lo vi. Pero quizás tenía la respuesta que buscaba para el encargo que me había hecho mi jefe. Y el trabajo era lo primero.
—Sí, buscó el barrio Progreso —dije—. ¿Sabe dónde está?
—Sí. En La Matanza. ¿O era en Cañuelas? No estoy seguro.
Hice un gesto agrio. El linyera pareció no darse cuenta, absorto en sus pensamientos.
—Pero en frente a la estación de Laferrere sale un colectivo que pasa por ahí —dijo tras meditarlo bien.
Por un instante sentí la tentación de abrazarlo. Mi nariz disipó el impulso, el aliento no era lo único que le apestaba el viejo. Pensé en darle unas monedas, pero estaba seguro que se las gastaría en vino. Así que le ofrecí mi pebete de jamón y queso medio mordido en agradecimiento. El linyera sacó la mano derecha del bolsillo del saco para recibirlo.
Era la mano más fea que había visto en mi vida. Estaba llena de manchas de soriasis, con matas de pelo grueso y grasoso que asomaban por aquí y allá. Los dedos huesudos terminaban en uñas amarillas y deformes. Tragué saliva, me aguanté las ganas de vomitar, y le di mi almuerzo del día al viejo. Por algún motivo, desde niño le tenía repulsión a las manos feas. Un asunto no resuelto con mi padre, me dijo el psicólogo en su momento.
Dejé atrás al linyera y regresé a la oficina, satisfecho de haber avanzado en mi encargo. Al día siguiente me subí al 96 para ir a Laferrere. Cuando llegué pregunté a medio mundo por el colectivo que iba a barrio Progreso. Como en Liniers y San Justo, nadie parecía tener idea de donde quedaba. Pero tenía una referencia cierta: la estación de trenes.
Permanecí más de una hora frente a la estación observando los carteles de los colectivos que circulaban por la ruta 21. Ninguno era el que buscaba. Cansado de mirar infructuosamente el ir y venir de tantos vehículos, me puse a revisar los papeles en mi portafolio, más que nada con la esperanza de encontrar una excusa para regresar a la oficina. Miré mi reloj. Eran las doce y media del mediodía. Hora de comer. Levanté la vista de los papeles de mi portafolio. Y lo vi.
Era uno de los llamados colectivos truchos, viejas unidades que realizaban recorridos que ninguna de las empresas legalmente establecidas hacía. Se había estacionado justo enfrente mío. En la esquina inferior izquierda del parabrisas un cartel rojo con letras blancas rezaba: Barrio Progreso por Ruta 3. Era el mío.
La puerta delantera se abrió. Un hombre más viejo que cualquiera que hubiera conocido era el chofer. Llevaba unos enormes lentes oscuros. Sólo le faltaba el bastón blanco para ser el estereotipo de un ciego. Pero por supuesto, si había llegado manejando, no podía carecer del sentido de la vista.
—Barrio Progreso. Dos pesos —gritó el chofer.
Miré a ambos lados. Mucha gente iba y venía, pero ninguna se acercó a tomar aquel colectivo. Subí al vehículo, saqué un billete de dos pesos de mi billetera y pagué la tarifa.
—Hasta el barrio Progreso —le dije al chofer, más que nada para corroborar que había tomado el colectivo indicado.
El chofer tomó un boleto de papel de una boletera circular. Hacía muchos años que no se usaban. Me lo extendió sin mirarme, y tomó el billete de mi mano, todo en el mismo movimiento maquinal. Arrancó sin esperar a que tomara asiento y empezó el accidentado recorrido.
Accidentado porque el vehículo comenzó a vibrar apenas iniciada la marcha. Zamarreado de un lado a otro por el movimiento pendular, busqué lugar en la fila de asientos de la derecha. El colectivo tomaba por la ruta 21 hasta la ruta 3, y allí seguía hasta el fondo, hasta algún lugar indefinido entre La Matanza y Cañuelas, como había dicho mi jefe, como había confirmado el viejo linyera en San Justo.
Perdido en mis pensamientos, que giraban inexorablemente sobre el trabajo que iba a realizar, y la posibilidad cierta de que mi medio de transporte se quedara a medio camino, de pronto el colectivo detuvo su marcha sobre la banquina de la ruta.
—Barrio Progreso —gritó el chofer.
Miré por la ventana. Hasta donde alcanzaba la vista, a ambos lados de la ruta sólo había pastizales. La ruta misma estaba desolada. Sólo se escuchaba el ronroneo destartalado del colectivo y el viento en la hierba crecida más de un metro, casi dos.
—¿Adónde se supone que está el barrio? —pregunté, desconcertado.
—Siga esa calle —respondió el chofer, con sus inexpresivos lentes oscuros apuntando siempre al frente, y una mano huesudo señalando a un camino de tierra que se perdía en los pastizales.
—¿A qué hora pasa el siguiente colectivo? —pregunté mientras descendía.
—Dentro de una hora —respondió el chofer, activando el cierre neumático de la puerta. Lo último que vi del colectivo fue mi reflejo en el vidrio de la puerta, después una nube de polvo cubrió la salida del único medio de transporte que podía llevarme de vuelta a la oficina.
No perdí el tiempo. Estaba allí para trabajar. Empecé a caminar por la calle de tierra. No recordaba que hubiera llovido en los último días, no obstante, el camino estaba lleno de charcos de agua, y barro. Mis zapatas comenzaron a sufrir de inmediato la travesía.
No tenía idea de que iba a encontrarme, pero no importaba. Trabajaba para una empresa que vendía productos lácteos para bebes. A todo el mundo le gustan los bebes. Y todos quieren que crezcan sanos y fuertes. Ergo, todos estaban dispuestos a pagar el precio de bebes sanos. Clases pudientes y obreras por igual. Propietarios de un country, o vecinos de la barriada más pobre, todos eran clientes potenciales para nuestros productos. Por lo tanto cualquier barrio, independientemente del poder adquisitivo de sus habitantes, era un buen mercado.
De repente me di cuenta que había caminado cien metros, quizás más, y solamente había encontrado pastizales. Miré atentamente a todos lados. La alta hierba era un escondite perfecto para cualquiera. Antes de ese momento no se me había cruzado por la cabeza, pero la idea tomó forma y fue como aguijón en la nuca. Una revelación. Alguien me estaba siguiendo.
Apuré el paso. Hasta entonces había hecho lo posible por esquivar el barro. Pero sentía el repentino apremió de llegar cuanto antes, de que corría peligro. ¿Peligro de qué? pensé. De que te asalten, me respondí. Mis zapatas comenzaban a llenarse de barro. ¿Qué me van a robar? pensé. No tenía nada de valor. Salvo el celular y treinta pesos en la billetera. Unos días antes había escuchado en la televisión que habían matado a una jubilada para robarle diez pesos. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Un corte repentino en la hierba dejó ver un alambrado, detrás del cual había varias huertas de diferentes vegetales. Por supuesto, no reconocí ninguna. Quizás había lechuga, o acelga. También me pareció ver unos tomates. Una vieja casona se alzaba en el centro del terreno cercado.
Del otro lado de la calle, frente a la quinta, noté tres galpones, inmensos, de chapas oxidadas por el tiempo. Me pregunté como era posible que no hubiese viste antes semejante construcciones. El movimiento de una puerta llamó mi atención. Me pareció ver a alguien entrando, como escabulléndose.
Otra vez sentí el aguijón en la nuca. Me pregunté si realmente valía la pena seguir. Podía poner cualquier cosa en mi informe. Que el barrio Progreso no era una buena inversión por algún motivo que podía inventar después. Sentí otra vez frío en la espalda, más intenso que nunca. Me di vuelta, a ver el camino que había traído hasta allí, el sendero que me llevaría fuera de aquel lugar que tanta mala espina me daba. Y lo vi.
Quizás fue que no había escuchado pisadas, ni ningún ruido que me advirtiera que se acercaba. Tal vez fue su aspecto. Probablemente haya sido que ya estaba bastante asustado. Lo cierto es que me puse pálido, casi estuve a punto de gritar cuando descubrí aquel tipo observándome con gesto agrio.
Era bajo. Tenía menos de un metro sesenta. Su piel era sonrosada, pero el cabello rubio que asomaba de su gorra blanca estaba teñido de un color imposible. Los ojos azules encerrados en cuencas arrugadas que desmentían la juventud insinuada por sus otras facciones se clavaron en mí.
—¿Adónde vas, amigo? —me preguntó. Su voz era chillona, casi infantil, casi senil.
—A barrio Progreso —le respondí.
—Ese es mi barrio —dijo—. Es un lugar jodido. Pero yo puedo arreglar que no tenga problemas. ¿Cuánta plata tenés?
—¿Para qué? —pregunté, sin medir mis palabras. De mi frente brotaba sudor como de una fuente.
—Para los muchachos. Acá tenés que pagar peaje si no querés tenés lío.
Instintivamente apreté con mi mano la funda en mi cintura donde tenía el teléfono celular. El tipo frente a mí se dio cuenta de mi movimiento. 
—No. El celular guardalo. Acá no hay señal —se acercó dos pasos. Vestía ropa deportiva de la marca más cara. Sus zapatillas debían costar un mes de mi sueldo—. No tengo todo el día. Dame la plata.
El click me sobresaltó. Primero pensé que el tipo había sacado un arma. Pero no. Parecía tan desconcertado como yo.
—Temprano molestando a la gente —dijo una voz a mis espaldas.
Giré y vi a un hombre de mediana edad asomado al alambrado de la quinta. Regordete, bombachas de campo y una boina roja, llevaba una escopeta sobre los hombros. De ahí el click que había escuchado.
—Don Omar —lo llamó el tipo más joven—. Otra vez arruinándome el facto.
—¿No le vas a dar una oportunidad a este hombre? —preguntó don Omar. Su voz era firme, pero afable. Por algún motivo me daba seguridad. Eso o la escopeta.
—Nadie que venga acá se la merece —contestó el muchacho, pero se alejó refunfuñando entre los pastizales.
—Tené cuidado con ese —me aconsejó don Omar, bajando la escopeta de sus hombros—. Le dicen el Principito. Antes era un buen muchacho. Después lo perdió la bebida. Y la droga. Ahora vende droga en el barrio —hizo una pausa, mirando por donde se había marchado el Principito—. ¿Qué andás haciendo por acá?
—Soy promotor de productos lácteos para bebes y niños. Estoy haciendo un relevamiento comercial —le respondí.
Don Omar me miró como a un niño que sorprenden robando caramelos. Una sonrisa mitad picara mitad piadosa se dibujó en su rostro.
—Seguí por la calle muerta —dijo señalando el camino de tierra—. A pocos metros comienzan las casas.
—¿Y qué hay en esos galpones? —pregunté.
—Era la fábrica de ladrillos. Esta abandonada hace años.
—Me pareció que ver a alguien ahí.
—Seguro que era el sereno. Después que cerró la fábrica se quedó viviendo allí.
Saludé amablemente a don Omar y continué caminando en dirección al barrio. No sé por que motivo hice eso y no algo más sensato como salir corriendo hacia la ruta 3. Probablemente porque el colectivo pasaba una vez por hora. Miré mi reloj. Todavía quedaban cuarenta y cinco minutos. Podía al menos echarle una mirada. Si a mi jefe se le ocurriera enviar a alguien más tendría algún buen argumento que esgrimir por mi fracaso...
Mi fracaso. Todavía no había comenzado, y ya estaba seguro que mi gestión sería infructuosa. Para empezar, la calle que transitaba no parecía capaz de soportar el peso de los camiones distribuidores. Tal vez hubiera comercios que estuvieran dispuestos a abastecerse por sí mismos. Aun en los barrios más carenciados había comercios que se autoabastecían de mercadería. La gente tenía que comprar las cosas en algún lado.
Al final del alambrado de la quinta, comenzaban las casas. Construcciones a medio terminar. Paredes sin revoque, techos de chapas, bolsas de plástico cubriendo ventanas, salpicadas de terrenos baldíos, que superaban a las construcciones por abrumadora mayoría. Machas de humedad a un metro del suelo mostraban hasta donde llegaba el agua cuando llovía y se inundaban las calles de tierra, lodazales marcados de huellas de pisadas.
No se veía a nadie. Caminé dos cuadras por la calle que me había traído, doblé a la derecha, caminé dos cuadras más. El panorama no cambiaba. No se veía ningún cartel indicando la presencia de un kiosco o un almacén. Ni a alguien a quien preguntarle. Estaba por volver sobre mis pasos cuando escuché un grito. Un grito de mujer.
Me quedé varios segundos petrificado. El grito había sido cerca. No había sido un alarido. Quise dudar de mí mismo, de lo que había escuchado. Un grito articulado. Una voz articulando con todas sus fuerzas la palabra socorro. Me preguntaba que debía hacer, cuando un nuevo grito se escuchó.
—¡No! —chilló la misma voz de mujer.
Corrí en dirección del grito. Sólo iba a mirar que pasaba. A determinar si valía la pena llamar a la policía. Mientras avanzaba, revisé mi teléfono celular. No tenía señal. Maldije entre dientes y estuve a punto de dar media vuelta y marcharme, tomar la ruta, salir caminando si era necesario hasta encontrar un colectivo que me llevara a la oficina, a mi casa. Ese barrio no tenía nada para mí, para mi trabajo, para mi jefe, para el jefe de mi jefe. Sólo rateros baratos que querían cobrar peaje y mujeres gritando pidiendo socorro.
Pero la voz volvió a hablar, no en gritos, sino en susurros lastimeros.
—No. Por favor, no.
Antes de saber que estaba haciendo, retomé la carrera, doblé una esquina. Dos muchachos, bajos, de contextura delgada, morochos, tez algo trigueña, algo morena, habían acorralado contra la pared de una casa a una mujer. Uno la tenía por los brazos, el otro intentaba arrancarle el bolso de las manos.
Miré una vez más mi celular. Seguía sin señal. Seguro que no había cobertura en aquel barrio. La vereda de una casa estaba hecha con escombros aplastados. Tomé un par de cascotes y los arrojé con fuerza. Uno de ellos acertó la cabeza del que trataba de robar el bolso. El otro golpeó la pared, dejando una mancha de blanca de cal en los ladrillos sin revocar.
Los dos muchachos se volvieron a mí, dejando a la mujer. Eran idénticos. Seguramente hermanos mellizos.
—¿Qué te metés? —me increpó uno, el que había resultado ileso de mis pedradas. Los dos avanzaron un paso hacia mí.
La mujer aprovechó que la habían liberado y salió corriendo. Típico, pensé, eso me pasaba por meterme en lo que no me importaba.
—¿Qué te metés? —dijo el otro, el que había golpeado, casi un eco de su hermano, mientras ambos sacaban revólveres de sus ropas deportivas.
De pronto, vi regresar a la mujer. Tenía un palo de escoba en sus manos. Con rápidos y fuertes movimientos golpeó las cabezas de los mellizos. Uno se dobló y cayó sobre sus rodillas, el otro giró y enfrentó a su atacante, pero recibió un golpe en plena cara. Cayó sentando.
Mientras trataban de reponerse, la mujer les quitó los revólveres. Guardó uno en su cartera. El otro lo puso en la sien del que estaba sentado. Fue el segundo más largo de mi vida. Corrí hacia ella. No sé cuantas veces pensé que no iba a lograrlo. Pero lo logré. Logré empujar la mano que sostenía el arma antes de que fuera disparada. El estampido retumbó en mis oídos. El tiro se perdió en la nada.
Inmediatamente, la mujer puso el caño del revólver entre mis ojos. Era tan alta como yo, o sea, bastante baja. El cabello rojo le caía desordenadamente sobre su rostro y sus hombros. Ojos castaños me miraron con furia, un odio como jamás había visto le colmaba el alma. Aparentaba unos veinticinco años. Vestía un corto vestido negro que dejaba a la vista sus blancas y esbeltas piernas. Un saco, también negro, la protegía su delgado cuerpo de la brisa fría que cada tanto surcaba el aire. No, no sólo era delgada. Era casi un esqueleto. Un esqueleto que me miraba con odio mientras me apuntaba con un revólver al medio de los ojos.
—¿Y vos quién mierda sos? —me preguntó. Mis piernas se aflojaron. Quise mantenerme firme, pero mis ojos me traicionaban. Me sentía aterrado. La mujer sacó el revólver de mi cabeza y apuntó a los mellizos—. Váyanse, antes de que los mate.
Los hermanos mellizos se pusieron de pie con parsimonia y se alejaron caminando como si fuera un día cualquiera. Al llegar a la esquina comenzaron a reír a carcajadas y doblaron a la izquierda. En dirección al camino de tierra que llevaba a la ruta. Estaba en más problemas de los que podía imaginar. Y no hacía otra cosa que contemplar a aquella mujer.
No era voluptuosa. No tenía un rostro de porcelana. Pero había algo hipnótico en ella.
—¿Qué mirás? —me dijo, cortante. Estaba agitada. Pero no estaba nerviosa. Dio un suspiro y guardó el revólver en su bolso—. Esos van a volver en cualquier momento. Vení conmigo.
Como un sonámbulo la seguí. Como un sonámbulo aterrorizado. Caminamos a paso ligero dos cuadras, en silencio. Ella iba delante, los tacos de sus zapatos se hundían en el barro, su cadera se bamboleaba como si estuviera bailando una danza exótica. De pronto tuve la sensación de que la conocía de algún lado. Pero era una sensación que tenía muchas veces. Las mujeres solían vestirse, peinarse y maquillarse de manera similar a las que salían en televisión, no era extraño que en algún momento varias de ellas resultaran completamente idénticas a un examen superficial.
Nos detuvimos frente a una casa como cualquier otra. Paredes sin revocar, techos de chapa, baldíos a ambos lados.
—Acá vivo —dijo, casi como escupiendo las palabras, mirando a todos lados—. ¿Cómo te llamás?
—Guillermo —le respondí.
—Soy María de los Ángeles —se presentó ella—. Me dicen Mary. Gracias por ayudarme. Pero no debiste hacerlo. Los Mellizos son de la banda del Principito. Se van a cobrar ésta despellejándote vivo.
—¿Dónde hay un teléfono? —pregunté, con la voz temblorosa—. Tenemos que llamar a la policía.
Mary comenzó a reírse.
—¡Los nuevos! —exclamó—. Pibe, acá no hay teléfonos —parecía que iba a explotar de risa. De pronto se detuvo. Se puso sería otra vez—. ¿Por qué me ayudaste? ¿Qué querés?
—Nada —respondí. Eso era cierto. No quería nada cuando la ayudé. En ese momento quería dos brigadas de policía que me sacaran de aquel barrio, no obstante, era algo que ella no podía darme. Ni siquiera un teléfono para llamar al 911.
—Acá nadie da nada por nada. Mientras más rápido lo aprendás, mejor para vos —miró una vez más a ambos lados de la calle y caminó hasta la puerta de la casa. Entonces, se dio vuelta y me miró como si fuera un extraterrestre que acababa de bajar de su nave—. Nadie que venga acá hace nada por nadie. ¿Quién sos?
—Ya te dije mi nombre. Soy promotor de una empresa...
Me hizo una seña para que me callara, después me indicó con la mano que la siguiera al interior de la casa. La puerta no tenía cerradura, sólo un pasador. Mary encendió unas velas para alumbrar el interior. Apenas era una estancia con un catre en el suelo, una mesa, dos sillas y lo que parecía un brasero.
—¿No hay electricidad? —pregunté, sin darme cuenta de lo ridículo de mi pregunta.
—No —respondió Mary—. No hay electricidad. Ni gas. Ni agua corriente. Ni teléfono. Bienvenido al barrio Progreso.
Se sentó frente a la mesa y me ofreció la otra silla.
—¿Viniste por el camino de tierra que viene de la ruta? —me preguntó. Sacudió la cabeza—. Por supuesto que viniste por ahí. Así que ya conoces a don Omar. Y seguro que al Principito.
—Sí. Me crucé con ellos cuando...
—No me importa —me cortó las palabras—. Lo que me importa es que me ayudaste. Acá a la mayoría eso le importa un bledo, te traiciona a la primera oportunidad. Vos no tendrías que estar aquí.
—Lo mismo opinó —me puse de pie—. Voy a volver a la ruta...
—Sentate —me ordenó. No sé por qué le hice caso—. Escuchá bien lo que te digo. No podés salir de acá. Nadie que haya venido a barrio Progreso puede escapar de él. Cuando salgás por esa puerta te vas a encontrar con el Principito, o con los Mellizos, o con algo peor.
A un nivel racional, lo que Mary me decía me resultaba incoherente, ridículo. Mi cuerpo temblaba. El aspecto lúgubre del barrio, la mirada vacía del Principito, el frío contacto del revólver en mi cabeza, la voz cortante como cuchillo de Mary, todo eso obnubilaba mi mente y provocaba escalofríos que recorrían mi espalda.
—No... no tiene sentido —balbuceé.
—Porque recién llegás. Ya vas a tener tiempo para entender, de arrepentirte... —la palabras quedaron flotando en el aire. Se puso de pie y me señaló la puerta—. No podés quedarte acá. Cualquiera de las casas que están vacías que te guste es tuya.
—Pero recién dijiste que no podía irme.
—Del barrio. No te quiero en mi casa.
Me puse de pie. No entendía nada. O no quería entender. La casa parecía cada vez más pequeña.
—Tenemos que ir con la policía —insistí—. No podemos dejar las cosas así...
—¡No estás escuchando! —gritó Mary—. Acá no hay policía ni ley. Acá la ley es el Principito. Si quiere plata, se la das. Si quiere sexo, se lo das. Y no me mirés así —dijo en relación al gesto que puse—. Le gusta las dos cosas, pero prefiere a los tipos bonitos como vos.
—Yo... —dudé varios segundos que decir ante la mirada inquisidora de Mary. Esos ojos castaños llenos de furia. ¿Dónde los había visto antes?
Al final no dije nada. Abrí la puerta y salí. Tenía que volver a la ruta. Miré a todas partes. No se veía a nadie en las calles. El sol había quedado enmascarado detrás de grises nubes. Empecé a caminar, a lo loco, erráticamente, no sabía a donde iba. No sabía que hacer. Puse mi mano sobre el cuello, bajo el mentón. La taquicardia galopaba frenética.
Una construcción se destacaba de las otras. Era un galpón de chapa de cuatro metros de altura. Un enorme cartel en la fachada indicaba que se trataba de la sede de la Sociedad de Fomento del Barrio Progreso. Al fin alguien con autoridad, pensé, mientras corría hacia el portón negro del galpón.
Di dos fuertes golpes al portón. Una voz desde el interior me respondió “ya va”. Veinte segundos más tarde el portón se abrió con un chillido. Un hombre de baja estatura se paró frente a mí. Alguien que debía pasar muchas horas al día en el gimnasio. Se quedó mirándome sin decir nada durante otros veinte segundos. Hasta que se decidió a hablar.
—El encargado no está —dijo, serio.
—Necesito ayuda —dije, casi al borde de las lágrimas. Realmente necesitaba ayuda—. Unos ladrones me quisieron robar. Necesito comunicarme con la policía.
El tipo permaneció en silencio durante otros veinte segundos.
—El encargado no está —dijo otra vez, mirándome por arriba.
—¿Dónde hay un teléfono? ¿Cómo hago para volver a la ruta?
—No voy a contestar ninguna de sus preguntas —dijo, tomando el picaporte del portón—. Cuando esté el encargado, si él me lo ordena, voy a responder, pero hasta entonces...
El portón se cerró con el mismo chirrido que se había abierto.
Por enésima vez un escalofrío me corrió por la espalda. No podía imaginarme que las cosas se pusieran peor.
—Ese fue —dijo alguien detrás de mí.
Reconocí la voz antes de darte vuelta. Era uno de los Mellizos señalándome. Estaba junto con su hermano, y el Principito. Tenía que huir. Correr tan rápido como me lo permitieran mis piernas. En lugar de eso me quedé mirando como se acercaban, una manada de lobos acechando a la presa, a mí.
Los Mellizos me apuntaron con revólveres. El Principito se limitaba a observarme con esos ojos azules tan mortales como un arma de fuego.
—Damé todo —dijo uno de los Mellizos, acercándose hasta mí. Metió las manos en mis bolsillos, me quitó la billetera, el reloj y el celular. Agarró el portafolio, lo abrió, desparramó su contenido por el suelo. El viento arrastró los papeles. Cuando acabó de desvalijarme, me metió un rodillazo en el estómago.
Grité. Grité a todo pulmón mientras me doblaba. Un codazo en mi nuca me derribó. O tal vez fue un culatazo. Sólo estoy seguro de que vi estrellas. Cientos. Miles. Una luz blanca que se volvió roja. Y Negro. Negro noche.
La noche estaba a punto de caer cuando desperté. Estaba tirado en la calle, en medio del barro. Mary me observaba, de pie, en silencio. Me incorporé. Las palabras salieron tan rápido que ni siquiera tuve tiempo de pensar lo ridículamente inoportuno de la pregunta.
—¿Trabajaste en televisión?
—Al fin —dijo ella, con media sonrisa de satisfacción en el rostro.
—¿En un reality show?
—Sí.
—Ahora me acuerdo. Tuviste un ascenso meteórico. Estabas como invitada en todos los programas Y después...
—Terminé acá. Como todos —la media sonrisa desapareció—. La noche es peor que el día. La segunda casa a la derecha está vacía. Meteté ahí antes de que termine de oscurecer. Cerrá la puerta con pasador. Y atrancala con una silla.
Dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—¿Están todos locos? —pregunté. La cabeza me dolía. Me daba vueltas con punzadas de dolor clavándose en mi cerebro. Mary se dio vuelta para mirarme—. Ya está. Me metí sin darme cuenta en una colonia para enfermos mentales.
Mary vino hacia mí. Estiró una mano y tocó mi nuca. Sentí agujas calientes clavándose en mi cráneo. Pero no era eso, sino el hematoma resultante de los golpes recibidos. Di un alarido.
—¿Esto es una locura? —me preguntó Mary—. No. Eso no es una locura. Locura es que esté ayudando.
Vi en silencio como se marchó. Se estaba poniendo oscuro. Una vez fuera de noche no podría encontrar el camino a la ruta. Sentía frío, y no por la temperatura ambiente. Era el miedo. Y la ansiedad. La ansiedad me despertaba el apetito. Pero no tenía nada que comer.
Fui hasta la casa que Mary me había señalado. La puerta no tenía cerradura. Entré. No había muebles. No había baño ni heladera. Sólo cuatro paredes y un pozo letrina lleno desde hacía mucho tiempo. Las moscas pasaban zumbando a mi lado. Sin electricidad, las noches son muy oscuras.
Cerré la puerta con pasador y me acurruqué en un rincón. Con los brazos apretaba fuertemente mis rodillas. Las ventanas estaban cubiertas con bolsas negras. La puerta de madera estaba comida por la polilla. Aquella casa no daba mucha seguridad. Apreté más fuerte mis rodillas.
Permanecí en aquella posición varias horas. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Veía formas en la noche. Sombras dentro de sombras. Ruidos lejanos de pasos. Ladridos de perro. Maullidos de gato. Y gritos. Cada tanto la letanía de la noche era rota por un grito.
A pesar del temor, mis párpados estaban cayendo. El sonido de unas pisadas me puso otra vez en alerta. Eran pasos de alguien que arrastraba un pesado bulto. Cada vez más cerca. Pronto estuvo frente a la casa. No veía nada del exterior, pero por el ruido calculé que debía estar junto a la puerta. Como corroborando mis deducciones, la puerta se agitó con un chillido que me heló la sangre. Me tragué un alarido.
La puerta no se abrió. Estaba con pasador. También estaba comida por la polilla y un golpe hubiera bastado para derribarla. Pero no se abrió. O quien fuera que estaba afuera no quiso abrirla. La marcha de los pasos continuó arrastrando su pesada carga tras de sí.
Permanecí varias horas en vigilia. No hubo otros ruidos como aquel. Sólo ladridos lejanos y los gritos cada vez más apagados. No sé cuando me dormí. Me despertó un rayo de sol entrando por los agujeros de la bolsa que cubría una ventana.
La luz del día me permitió estudiar más a conciencia la vivienda que me había cobijado aquella noche. No encontré nada nuevo. Sólo cuatro paredes y la letrina llena de moscas. No había comida ni agua. Y tenía hambre y sed. Y la resolución de abandonar aquel lugar.
Alguien tenía que notar mi ausencia. Mi jefe sabía que había ido a barrio Progreso. Cuando alguien notara que faltaba de mi departamento en el centro le preguntarían a mi jefe donde estaba y él les diría que me había ido a aquel barrio horrible. Casi podía oír las sirenas de la policía yendo a buscarme.
Solamente que nadie notaría que faltaba. No al menos inmediatamente. Vivía solo en mi departamento. Hacía dos meses que me había peleado con mi novia. Y era sábado. Mi jefe no me extrañaría hasta el lunes. Y el lunes podía ser muy tarde. Tenía que salir por mis propios medios.
Alguien golpeó las manos.
Me puse en guardia. Caminé hasta una ventana y miré a través de los agujeros de la bolsa. Una mujer mayor estaba llamando desde la inexistente vereda. Salí apresuradamente con un torbellino de ideas en mi cabeza que podían resumirse en una palabra. Socorro.
—Buen día, vecino —dijo al verme—. Soy doña Petrona. Estoy juntando el dinero para las cloacas.
No sé que fue. Si la familiaridad con que me llamaba vecino, o la idea absurda de aquel barrio podía tener cloacas en menos de un millón de años, o tal vez todo eso y más. Me detuve en seco, sin poder articular palabra.
—Acá está el cuadro tarifario —dijo mientras me alcanzaba una hoja de papel con números y frases a los que no presté la menor atención.
—No soy de acá —dije al fin—. Me estaba...
—No, pibe. Excusas no —me cortó las palabras de la boca—. Todos dicen lo mismo cuando llegan. Pero acá tenemos que poner el hombro todos...
—Pero le digo que no soy de acá...
—Y yo te digo que tenemos que poner el hombro todos. A la tarde voy a pasar otra vez. Teneté la plata para entonces, sí.
Sin permitir que me explicara, se marchó. Yo volví a entrar en la casa. Necesitaba pensar un segundo. Nada de lo que estaba pasando tenía sentido. Estaba a punto de enloquecer.
De pronto me asaltó la idea de que quizás ya había enloquecido, y que aquello era una retorcida fantasía de mi mente. Me toqué el hematoma de la nuca. Grité. No. No era una locura.
Salí. Doña Petrona estaba tres casas más allá. Un hombre bajo le estaba dando dinero. La mujer agradeció efusivamente y continuó su periplo. Corrí hasta allí. El hombre bajo, al verme, se apresuró a meterse en su casa. Llamé. Grité. Nadie salió del interior. Doña Petrona estaba recaudando el dinero para las cloacas en la vivienda vecina, una mujer joven completaba el importe con monedas. Corrí. La puerta se cerró. Llamé. Nadie me respondió. Doña Petrona recibía dinero de un hombre alto y delgado entrado en años. Corrí. La puerta en las narices. Silencio a mis gritos.
Doña Petrona giró en la esquina y fue en busca de otro grupo de casas, de otros vecinos, de más recaudación. Yo me senté en la vereda, en el barro. Mis ropas llevaban horas sucias. Yo mismo apestaba peor que las cunetas al costado de las calles. Agaché la cabeza. Y comencé a llorar.
—Acá nadie hace nada por nadie —era la voz de Mary. No quise levantar la cabeza. No quería enfrentar esa firme mirada castaña con mis desconsolados ojos negros.
—Si nadie hace nada por nadie, ¿qué hacés vos acá? —pregunté.
—Curiosidad —dijo con tono casual—. Tuve tiempo de pensar. La verdad es que me pasé la noche pensando en el asunto. Y no tiene sentido. Sos el primer tipo que llega al barrio pero no parece encajar en el...
—Sí, tenés razón —dije, levantando al fin la vista—. Nada tiene sentido en este barrio de matones y ovejas que se dejan esquilar sin resistencia.
Iba a seguir. Iba a decir todo lo que había en mi cabeza hasta desahogarme. Pero me quedé callado.
—¿Qué hacías antes de venir acá? —preguntó, sus ojos clavados como estacas en los míos.
—Dijiste que no te importaba.
—Ahora me importa.
—Pero ahora a mí no me importa decírtelo —escupí, enojado. Con ella, con aquel barrio, con mi jefe, con el mundo, con Dios.
—Tengo un arma y voy a dispararte si no me contestás —dijo, estoy seguro de que hablaba en serio.
—Soy promotor de una empresa que vende productos lácteos para bebes...
—¿Sólo promotor? ¿No sos gerente o dueño de parte de la empresa?
—No.
—¿Sos artista? ¿Músico, pintor, escritor?
—No.
—¿Jugás al fútbol?
—Sí, todos los jueves con los compañeros del trabajo.
Mary comenzó a reír. Reía como si el mundo entero fuera una gran broma.
—¿Cuál es el chiste? —pregunté.
—Vos —dijo ella, sin dilaciones.
Me puse de pie.
—Decís que nadie hace nada por nadie, entonces, ¿qué hay de doña Petrona? —pregunté, deseando aferrarme a la esperanza, a cualquier esperanza—. Está trabajando por el progreso del barrio, está logrando que los vecinos colaboren —omití decir que me parecía una quimera soñar siquiera que llevaran cloacas aquel barrio donde había un millón de prioridades que enfrentar: luz, gas, agua, asfalto, teléfonos...
—Doña Petrona es la madre del Principito —explicó Mary, disipando mis pocas esperanzas—. Esa es la razón por la cuál la gente le da plata. Porque le tienen miedo al hijo.
—¿Y la sociedad de fomento? Si construyeron una sociedad de fomento, debe haber gente que le importe algo.
—Guillermo —era la primera vez que Mary me llamaba por mi nombre—. La sociedad de fomento ya estaba cuando llegamos. Las casas estaban tal como están ahora. Acá lo único que cambia es la gente. Y los que se van nunca van a un lugar mejor.
El sol de la mañana empezaba a picar. Estaba aterrorizado, desesperanzado, sucio, y cansado de escuchar aquella perorata catastrófica sin sentido. Cambié de tema.
—¿Qué pasó que no apareciste más en televisión?
—Se terminó mi contrato —dijo, sin extenderse sobre la cuestión.
—¿Así, como así, de un día para otro? —insistí.
—Sí —me miró extrañada—. ¿Tampoco firmaste un contrato?
—No entiendo la pregunta —le dije.
—Yo entiendo mucho menos —suspiró y luego tomó mi mano— Vení conmigo.
Comenzamos a caminar.
—Me reconociste a mí. ¿Reconociste alguno de tus vecinos? —me preguntó.
—No. ¿Debería?
De pronto mi cabeza hizo un clic. De pronto los flujos de imágenes comenzaron a tomar sentidos inesperados.
—El hombre bajo... era juez de la suprema corte.
—Presidente de la suprema corte —me corrigió una voz dentro de la casa donde se había metido el hombre bajo.
Caminamos unos pasos más para alejarnos de oídos no invitados.
—La mujer... fue miss argentina... el año pasado... Y el hombre alto entrado en años... no. Ese no tengo idea de quien es.
—Era cardenal —dijo Mary.
—¿Pero como terminaron todos ustedes acá? —pregunté, incrédulo. Por unos segundos había olvidado mi apuro y sólo me concentraba en resolver aquel enigma.
Me hizo una seña para que continuáramos caminando. Llegamos a su casa. Adentro, me ofreció una silla. Me senté mientras abría su bolso y sacaba un paquete de galletitas y dos latas de gaseosos.
—Aprovechá y comé algo —me dijo.
—¿Dónde conseguiste esto? —le pregunté, abalanzándome sobre las galletitas y una de las latas. Estaba más hambriento y sediento que nunca en mi vida.
—Lo robé —respondió, sacando un revólver de su bolso y apuntando a un imaginario oponente—. Es más fácil ahora que tengo un arma.
Devoré todo el paquete de galletitas y vacié la lata. Mary se limitó a beber algunos sorbos de su lata y dejar el resto para más tarde.
—Yo era una completa desconocida —arrancó con su historia—. Nadie que alguien fuera a mirar dos veces. Pero tenía un sueño. Quería triunfar en la televisión. No tenía ningún talento. No sabía cantar. No sabía bailar. No sabía actuar. Me habían rechazado de todas las agencias de modelos. Pero haría lo que fuera por ser una estrella.
»Una noche, tomaba una café con un productor. Enseguida me di cuenta de que lo único que quería era llevarme a la cama. No es que me importara. Ya había dormido con otros productores. Pero ninguno me había llamado después, así que quería certezas de que obtendría algo a cambio de mis favores. Al tipo no le gustó que tuviera pretensiones, se levantó de la mesa del bar y se marchó.
»Me quedé frustrada mirando los ventanales que daban a calle. La gente iba y venía. Los autos corrían para que nos los agarrara el semáforo. Era otra tarde y otra frustración.
»Entonces, llegó el mensajero. Un mensajero de un correo privado. Traía un paquete para mí. Extrañada de recibir correspondencia de aquel modo, firmé el recibo y esperé a que el mensajero se fuera.
»Abrí el paquete. Era un contrato. Un contrato para participar de un reality show. Sólo tenía que firmarlo y enviarlo por correo en un sobre con estampillas que el mismo paquete había traído.
»No lo pensé ni un segundo. Saqué un bolígrafo de mi cartera y firmé. Pagué el café y salí corriendo al correo. Agitada, eché el sobre en el buzón, y regresé a casa. A esperar.
»A los pocos días, recibí un llamado del canal. El resto lo sabés. El éxito en la pantalla, las entrevistas en otros programas, los rumores de romance, algún escándalo.
»Mi éxito duró un año. Exactamente un año después que firmé aquel contrato, estaba en mi auto, rumbo a una entrevista en un canal de televisión, cuando me detuvo un semáforo. Entonces un mensajero me abordó. No era el mismo de la primera vez, pero pertenecía a la misma empresa de correo privado. Tenía un sobre para mí.
»Tomé el sobre y le di una propina al mensajero para que me dejara sola. La luz cambió a verde y arranqué. Mientras conducía abrí el sobre. Tenía una hoja con apenas dos palabras.
»Barrio Progreso.
»Seguí con el auto hasta el canal, hice la entreviste, y cuando salí pregunté a un taxista si conocía el barrio Progreso. Me dijo que no. Pero un linyera que había en la vereda escuchó la conversación y me llamó...
Casi me caigo de bruces cuando escuché aquello.
—El linyera me dijo que el barrio Progreso quedaba en La Matanza —continuó Mary—. O en Cañuelas, que no se acordaba. De pronto se acordó que había un colectivo que salía de Laferrere y que iba para ahí.
»Agarré el auto y me fui a Laferrere. Tomé el colectivo. Y aquí estoy.
—Es una locura —dije. Mary estiró la mano hacia mi nuca. La detuve en el aire—. Sí, ya sé, esto es locura —dije tocando el hematoma que se negaba a achicarse—. Me voy de acá —dije, resuelto—. No sé cómo, pero voy.
Empecé a caminar. En la puerta me detuve y me volví.
—¿Para dónde queda la ruta? —pregunté.
—No te van a dejar salir —dijo ella, no obstante me señaló con la mano la dirección que debía tomar.
Reconocí algunas casas. Y la calle. Iba por buen camino. Pronto reconocí el alambrado de la quinta de don Omar. Los Mellizos aparecieron delante de mí, surgidos de detrás de los pastizales de los baldíos.
—¿Dónde vas? —me preguntó uno de ellos. Estaban tan juntos que parecían siameses, un solo cuerpo con dos cabezas.
—Me voy de acá —dije, resuelto.
—Nadie se va de acá —me respondió uno de los Mellizos—. No hasta que sea hora de que se vaya.
Seguí caminando. No iba a detenerme. Iba a rodearlos, a correr, a llorar y suplicar. Iba a salir como fuera. Ellos sacaron sus armas. Me detuve en seco.
—Por favor —gemí—. Por favor...
Un disparo de arma. La tierra mojada frente a mí se levantó y el barro me salpicó hasta la cara. Había sido un disparo de advertencia. Di media vuelta y comencé a correr. En la primera esquina doblé a la derecha. En el tronco caído de un árbol Mary aguardaba sentada.
—Te dije que no te iban a dejar salir.
Me senté en el tronco también. Me quedé en silencio largo tiempo.
—Doña Petrona va a volver a la tarde. Vas a necesitar esto —Mary me alcanzó cinco billetes de diez pesos.
—¿De dónde los sacaste? —pregunté.
—De un cajero automático —se burló—. Lo robé.
Guardé los billetes y permanecí otro rato en silencio.
—¿No vas a preguntar por qué te ayudo? — inquirió Mary.
—¿Sería mucho suponer que sólo querías auxiliar a un ser humano en problemas?
—Los Mellizos firmaron un contrato con Independiente. Durante un año fueron las más jóvenes promesas del fútbol argentino. El Principito era cantante de cumbia. Firmó un contrato multimillonario con una compañía discográfica. Durante un año llenó estadios. Todos firmamos contratos y tuvimos un año de fama, riqueza, poder. Todos menos vos.
—¿Tengo que entender con eso que barrio Progreso es...?
—No —Mary mostró la misma media sonrisa que el día anterior—. No. Claro que no. Es algo diferente. Es como una sala de espera donde los condenados aguardan la sentencia.
Me toqué la nuca. Todavía dolía. Mary entendió el gesto.
—Si querés, pensá que estoy loca. Me da igual. Lo que realmente importa es que algo extraño pasó, algo que quizás nunca debió pasar. Tengo que saber qué fue lo que sucedió, y sobre todo, como sacarle beneficio.
Nos quedamos en silencio otro rato.
—Creo que enredás las cosas para no admitir que estás siendo altruista —dije, sin mirarla directamente.
—Yo no haga algo por nada.
—Pensás que soy bonito.
—Ni de cerca —Mary fingió indiferencia, pero mantenía su media sonrisa.
—Dijiste que al Principito le gustaba violar a los tipos bonitos como yo.
—Fue una manera de decir, nada más —la media sonrisa desapareció. El fuego volvió a su rostro—. Igual creo que te voy a llevar a casa y sacarme las ganas. Hace tiempo que no tengo algo entre las piernas.
—¿Qué te hace pensar que voy a ir con vos? —pregunté. La mayor parte de mí pensaba que estaba loca como una cabra, que debía mantener prudente distancia de ella. Una parte pequeña de mí quería besarla de una vez.
—Si no venís conmigo te voy a disparar.
—¿Esa es tu idea de un romance? —era un locura, pensé por enésima vez. Pero esa boca me llamaba.
—¿Ya te dije que estoy armada?
Finalmente respondí el llamado y la besé. Un beso largo y apasionado. Pensé si podría realmente hacer algo, con todos los nervios y traumas acumulados durante dos días. Pronto me di cuanta de que si podría. Ni siquiera fuimos a su casa. Junto al tronco caído nos desnudamos. Finalmente, también había enloquecido.
Ella se vistió mientras yo aún contemplaba las estrellas que giraban alrededor de mi cabeza. Era muy apasionada para el sexo, pero para todo lo demás fría y pragmática. La imité y me vestí. A medida que la excitación disminuía la frescura de la mañana resultaba más intensa.
Me senté en el tronco y me quedé observándola. Sin maquilla, despeinada, con las ropas desordenas y sucias, me parecía más hermosa que todas las veces que la había visto en televisión. Entonces sólo había sido otra cara linda más en un mar de caras lindas aparentando lo que no eran. En aquel momento había visto a Mary tal cual era, había visto su alma.
—Dejá de mirarme así —dijo ella, con un gesto agrio—. Lo que pasó fue un poco de ejercicio. Nada más.
—Está bien —dije, sin apartar mis ojos de ellas. Sí, había visto su alma, pero no dejaba de ser un alma dura, ligeramente oscura.
—En realidad, resultó un ejercicio desabrido.
—Me dio la impresión de que lo estabas disfrutando.
—Cuando llevás el suficiente tiempo de ayuno una cebolla cruda te parece deliciosa.
—De acuerdo. Me usaste y me descartaste.
—Así es.
—No se diga más.
—Para nada.
—¿Siempre tenés que tener la última palabra?
—Sí.
—¿Y si no quiero dártela?
—Te voy a disparar.
La dejé ganar. No porque pensara que me iba a disparar, sino porque me había cansado de aquel juego. Tal vez eso era lo que ella necesitaba. Ganar siempre, sentir que tenía el control. También dejé de mirarla. Perdí mis ojos en el horizonte salpicado de construcciones a medio terminar.
—Igual, si querés, podés pasar esta noche en mi casa —dijo Mary tras un largo silencio, sin mirarme, como si hablara del clima—. A lo mejor aprendés algo.
—Está noche no voy a estar aquí —le dije, convencido—. Voy a salir. Los Mellizos no pueden rapiñar por el barrio y cuidar la salida al mismo tiempo.
—Aja —dijo Mary, sin prestarme atención.
—O si no voy a cruzar por el campo. Mi ropa está sucia. Y rota. Así que no me importa el barro, el agua o los pastizales.
—Aja.
—También está la quinta. Sólo hay que saltar el alambrado.
—Aja.
—Y la fábrica abandonada. Podría salir escondiéndome entre los galpones.
—Llega antes de que anochezca, o no te voy a abrir la puerta —dijo Mary y se alejó caminando con paso ligero.
Yo empecé a caminar por el barrio. Todo el mundo permanecía dentro de sus casas. De pronto, vi a los Mellizos caminando despreocupadamente por una de las calles más alejadas del camino a la ruta. Vi mi oportunidad. Ellos no hicieron ninguna señal de haberme visto, ni siquiera cuando inicié una loca carrera hacia la calle muerte.
Jadeando, después de haber tropezado y caído varias veces, vi el camino a la ruta. El Principito salió detrás de un árbol. Antes de entender nada, me dio un rodillazo en la boca del estómago que me sacó todo el aire.
Caí estrepitosamente, boca abajo.
—¿Vas a algún lado? —me preguntó, con una sonrisa maliciosa en los labios.
—A la ruta —dije, entre dos quejidos.
—Nadie va a la ruta —dijo el Principito. Me tomó por las solapas de mi camisa y comenzó a arrastrarme hacia el interior del barrio—. Mamá me dijo que no le diste la plata para las cloacas. Hay que ser buen vecino, ¿no te parece?
—No soy del barrio —gemí, con la boca llena de lodo.
El Principito rió con fuertes carcajadas. Unos metros más allá me arrojó en una cuneta. La mitad de mi cuerpo se hundió en agua estancada. 
—Este es mi barrio —me dijo, alzando la voz—. Y yo digo que todo el mundo pertenece a él.
Me dio una patada en las costillas, del lado que estaba fuera del agua, me escupió la cara y se fue. El dolor se apoderó otra vez de mi cuerpo. Con gran esfuerzo, salí de la cuneta arrastrándome. Me dolía tanto el cuerpo que no lograba ponerme de pie.
Pensé que los golpes me habían afectado más de lo que creía. Un policía caminaba hacia mí. Un hombre de mediana edad con uniforme llegó hasta donde yo estaba y comprendí que no estaba delirando, que estaba salvado. Lágrimas de alegría brotaban de mis ojos.
—¡Al fin! —grité eufórico—. ¡Al fin!
El policía revisó mis bolsillos, en silencio. Extrajo los billetes que Mary me había dado, se lo metió bajo la camisa y se fue, dejando allí, tirado, dolorido, aterrorizado. Desamparado.
Me quedé largo rato tendido. Me di vuelta y miré el cielo por horas. Respirar me dolía. Contemplaba las nubes, los pájaros, el sol que me quemaba los ojos. La mente en blanco, intentado ignorar el dolor. Las nubes se fueron espesando. El cielo se volvió gris oscuro.
Me puse de pie y eché a andar. Caminé hasta un grupo de casas que lindaba con la quinta de don Omar. Me quedé agazapado detrás de una pared a medio terminar. Al principio no vi a nadie. Después de un rato, descubrí al Principito fumando detrás de un árbol.
Caminé en la dirección opuesta. Atravesé todo el barrio. Diez o quince manzanas. Ni siquiera llevaba la cuenta. Me escondí detrás de unos yuyos. Del otro lado de la calle, junto a los inmensos pastizales que marcaban el fin de barrio, los Mellizos pateaban una pelota.
Volví al interior del barrio. Unas gotas comenzaban a caer. Levanté la vista al cielo y abrí la boca. Bebí aquella agua como si fuera algún mágico elixir. La lluvia se volvió copiosa. Abrí los brazos. Dejé que me mojara. Que lavara el barro y el agua estancada y el dolor y el terror y la desesperanza.
La lluvia pasó. Salió el sol. El vapor comenzó a cocinarme.
Fui hasta la casa más cercana. Probé abrir la puerta. Estaba cerrada con pasador. Probé en la casa vecina. También estaba cerrada. Probé dos casas más. En la quinta no había nadie. Entré y me tiré en el suelo. Cerré los ojos. La mente en blanco.
Me quedé dormido.
Me quedé dormido sin poner el pasador.
La puerta se abrió con un chirrido. La noche había caído. No veía nada. Mis ojos recién abiertos no se habían acostumbrados a la oscuridad. De pronto, un fuerte olor azufre sobrepasó todos los aromas pestilentes del barrio. Pasos en mi dirección me hicieron erizar cada pelo de mi piel. Sentí una respiración agitada sobre mi cabeza. Y el olor a azufre más fuerte todavía.
Una mano fuerte como una tenaza tomó mi pierna por el tobillo. Quemaba como el fuego. Grité. Una vez más. Más fuerte que nunca. Grité. Forcejé para liberarme. Era imposible. Lancé patadas con la pierna libre. La mayoría se perdieron en el aire. Una golpeó una superficie dura como la piedra. Sentí como mi pie se doblaba en un ángulo imposible. Sentí olas de dolor recorriendo mi cuerpo.
Lo que sea que me aferraba la pierna comenzó a tirar de mí. Me arrastró afuera, donde estaba tan oscuro como adentro. Mis ojos distinguieron una forma humana delante mío, llevándome por las calles como si fuera un bulto pesado. 
Clavé mis dedos en la tierra. Fue en vano. Mi captor tenía una fuerza sobrehumana. Mi mano encontró una piedra. La arrojé a lo que me pareció que era la cabeza. El golpe secó no pareció afectarle en lo más mínimo. Agarré algo largo. Un palo, una rama, un caño, no sé que era. Le pegué con todas mis fuerzas. No pasó nada.
Un disparo sacudió la noche. El hombre o cosa que me había atrapado se sacudió levemente. Caminó unos pasos más y me soltó. Giró la cabeza en todas direcciones. Nuevos disparos se escucharon. Mi captor se tambaleó, pero no se movió un ápice de donde estaba parado.
Aproveché para correr. Tropecé, caí, me levanté, seguí corriendo. Choqué contra una casa. Seguí corriendo.
—Guillermo —me llamó Mary—. Acá.
Corrí tropezando con los obstáculos del suelo. Una mano me sujetó del brazo.
—Por acá —dijo Mary.
La seguí. No corríamos, caminábamos a paso regular. Ella conocía el camino. No sé a donde íbamos. No me atreví a preguntarle para no delatar mi posición, aunque hacía tanto ruido con los pies que nos podría encontrar un sordo.
Abruptamente, me di cuanta de que el terreno se abría ante nosotros. No había más casas. Era el final del barrio.
—Esta es tu oportunidad —dijo Mary—. Seguí derecho, esquivando los pastizales, y vas a llegar a la ruta.
Y se hizo la luz. No en el sentido metafórico. Realmente se hizo la luz. Dos potentes reflectores se encendieron, cegándonos con el repentino cambio de luminosidad.
Cuando pude ver otra vez, los Mellizos tenían a Mary. El Principito estaba con ellos, sosteniendo un revólver. La luz procedía de los faros de un camión recolector de basura.
—Me contaron que había una mina muy gallita con un revólver en el barrio —dijo el Principito—. Lástima que sea de seis tiros y los hayas gastado todos con el Recolector de la basura.
Y como confirmando sus palabras, apuntó al suelo y accionó el gatillo del arma. Un disparo salió e hirió a uno de los Mellizos en una pierna. Cayó, soltando a Mary. Su hermano también soltó a Mary para ayudar al caído. La mujer hizo el ademán de salir corriendo, pero se quedó donde estaba.
—Nunca fui bueno con las matemáticas —dijo el Principito.
—Nunca fuiste inteligente para nada —se quejo el herido, entre gemidos ahogados.
—Bueno, que tenemos aquí —el Principito se concentró en mí—. Algunos logran esquivar el Recolector de basura meses o años. A vos te agarró la segunda noche. Pero lograste escapar. Escapaste para venir directo al juicio —rió con carcajadas histéricas—. Vos sí que no tenés suerte.
—Yo no diría eso —don Omar apareció por detrás del reflector, con su escopeta al hombro, como un cazador buscando su presa en la noche—. Podría haber ayudo a cualquiera en el barrio, y lo habría traicionado. Pero ayudó a la única persona que le devolvió el favor.
—No la estamos juzgando a ella —gritó el Principito, molesto—. Terminemos de una vez, que el camión de basura tiene que llevar su carga.
—El camión no salé hasta el amanecer —dijo don Omar, tranquilo, como si fuera una reunión casual entre amigos—. Tenemos tiempo para hacer las cosas como corresponde.
—¿De qué mierda están hablando? —pregunté cuando reuní el suficiente valor.
—¿Sabés por qué estás aquí? —preguntó don Omar.
—No. No tengo la más mínima idea —dije, mi voz sonaba ansiosa, al borde de un ataque de nervios.
—Eso te pasa por firmar un contrato sin leerlo primero —dijo el Principito.
—Él no firmó ningún contrato —me defendió Mary.
—Silencio —dijo el Principito—. Vos no tenés voz en este tribunal.
—¿Qué... qué tribunal? —alcancé a balbucear.
—El que habrá de juzgar si se cumplió el contrato —explicó don Omar.
—¿Pero en que idioma tengo que decir que yo no firmé ningún contrato? —pregunté.
—Guardá tu alegato para cuando el tribunal esté completo —pidió don Omar, con serenidad—. Ahora escuchá bien. Un tribunal formando por tres jueces va a decidir tu suerte. Si decidimos que el contrato, de alguna manera, no se cumplió, vas a poder irte. Si, caso contrario, creemos que todos los pasos previstos en el contrato se concretaron...
—Te damos un tiro en la nuca y te arrojamos al camión de la basura —dijo el Principito, como satisfecho de sí mismo.
—Lamentablemente, es como el Principito dice —siguió don Omar—. El camión viene todas las noches. Algunas de esas noches, el Recolector nos trae a uno de los vecinos del barrio para ser juzgado. Esas noches, como la de hoy, los tres jueces nos reunimos y dictamos una sentencia inapelable. Si encontramos que todo está en orden, el vecino juzgado viaja a su destino final en el camión del Recolector.
—¿Quién... quiénes van a juzgarme? —pregunté, con los dientes apretados, resignado a recibir un tiro en la nuca, resignado a tener a un camión de basura como pompa fúnebre y un relleno sanitario como cementerio.
—Dos de los jueces somos yo y el sereno de la fábrica de ladrillos, por ser los vecinos más antiguos del barrio Progreso, y el tercer juez es el Principito, por haber matado a su predecesor.
El Principito sonrió maliciosamente. Una nueva figura apareció. Se paró junto a don Omar y el Principito frente al camión, de espalda a las luces. Detrás de mí quedaron Mary, y los Mellizos, uno atendiendo la herida del otro.
Tarde cinco segundos en reconocer al juez que faltaba, al sereno de la fábrica de ladrillos que había visto fugazmente el día que llegué.
Era el linyera que me había dicho en San Justo como llegar al barrio Progreso.
—Muchacho, veo que llegó nomás —dijo el Sereno—. Y usted también muchacha, ¿todavía se acuerda de mí? Igual me parece que hoy no es su día.
—Ya va a llegar —dijo el Principito, sin esconder lo ansioso que estaba de ese día, como ansioso estaba de terminar la fajina de aquella noche y pegarme un tiro.
—Hace un rato el muchacho desconoció haber firmado un contrato —contó don Omar—. ¿Mantenés tu afirmación? —me preguntó. Asentí con la cabeza.
—¿Qué mierda importa si firmó o no firmó el contrato? —intervino el Principito—. Esta acá, como todos nosotros, ¿no?
—Creo que yo puedo explicar lo que pasó aquí —dijo el Sereno. Lo miré con los ojos bien abiertos. Todos lo miraron atentamente—. El muchacho no firmó ningún contrato, pero su jefe sí.
—¿Y por qué no está el jefe aquí en lugar del empleado? —preguntó don Omar. Parecía muy intrigado.
—Porque hizo algo que ninguno de nosotros jamás hizo. Firmó el contrato, pero primero lo leyó. Incluso hizo una copia para estudiarlo detenidamente durante su exitoso año laboral. Así, encontró una cláusula tan ambigua que creyó que sería pecado no usarla.
»El contrato es por un alma. Cualquier alma.
—Pero haberlo sabido antes —se lamentó don Omar. El Principito pateó el suelo, con bronca.
—De ese modo, cuando el jefe del muchacho recibió el mensaje para que fuera al barrio Progreso, decidió pasárselo como un encargo a uno de sus empleados —el Sereno sacó una petaca de un bolsillo y tomó un largo trago—. Al fin encontramos uno más vivo que nosotros.
—Si todo está en orden terminemos de una vez —exigió el Principito, caminando hasta mí, poniendo un revólver en mi cabeza.
—No estoy de acuerdo —dijo don Omar—. El muchacho no hizo nada para merecer estar aquí. No firmó un contrato. No tuvo el año de éxito como contraprestación.
—Da igual —dijo el Principito —sacando el arma de mi cabeza, dándome la espalda para volverse a los otros jueces—. De haber tenido la oportunidad, habría firmado. Todos tienen un precio.
—Votemos —dijo el Sereno. Sentí una mano sobre mi hombro. Era Mary—. ¿Se ha cumplido el contrato?
—No —dijo don Omar, triste, anticipando un resultado contrario a su pensamiento.
—Si —dijo el Principito. La saliva caía por las comisuras de su boca.
El Sereno bebió otro largo trago de la petaca.
—Voto que sí —dijo—. Lo lamentó muchacho. Lo lamento mucho.
El Principito se dio vuelta para enfrentarme. Estaba eufórico. Pero su rostro cambió drásticamente en menos de un segundo. El estampido de un revólver se escuchó. Y el Principito cayó muerto con un balazo en la cabeza.
Había sido Mary. El día que la ayudé con los Mellizos, ella les había quitado dos armas. Hasta entonces sólo había usado una. La otra la tenía guardada en su bolso, un bolso que ni el Principito ni los Mellizos se habían preocupado en revisar.
El Mellizo sano se puso de pie y encaró a Mary. La mujer le apuntó con el revólver. El tipo maldijo entre dientes y salió corriendo, dejando a su hermano herido a su suerte.
—Dijeron que el Principito se ganó su lugar matando al juez anterior. ¿Puedo yo ocupar su lugar? —preguntó Mary a los dos jueces restantes.
—No veo porqué no —dijo el Sereno.
—Bienvenida —dijo don Omar.
—Entonces, voto a favor de Guillermo— dijo la nueva juez. Su mano todavía estaba en mi hombro. Me sujetaba con fuerza. Sentía sus uñas clavadas en mi carne. Pero no me quejaba.
—Lo siento —dijo el sereno—. Pero la votación ya estaba cerrada. Tenemos que arrojar un cuerpo al camión.
Mary no dijo nada. Se limitó a señalar con la mirada el cadáver del Principito.
—Es original, puede funcionar —dijo don Omar. Junto con el Sereno tomaron el cuerpo sin vida del otrora juez y lo tiraron dentro del camión de basura, que apenas fue cargado arrancó su motor con un rugido.
Mary se paró frente a mí. Sus ojos me miraron con firmeza.
—Ahora podés irte —me dijo.
—Vamonos juntos —le respondí.
—Ya te dije que sólo fuiste un poco de ejercicio para mí.
—No importa. Igual quiero que vengás conmigo.
—Ah —suspiró—. Sos un tonto —acercó su boca a la mía y nos besamos.
Luego vi una luz blanca junto con punzadas de dolor en la nuca.
Me despertó la voz ronco del chofer.
—Laferrere.
Aún era de noche. Pero había luces por todas partes. Estaba en la ruta 21, a la altura de la estación de trenes de Laferrere, en el mismo colectivo trucho que me había llevado dos o tres días atrás. No tenía idea de cuanto tiempo había pasado. El mismo chofer huesudo, con los mismos grandes lentes negros que le daban apariencia de no vidente aguardaba en su asiento a que yo bajara.
—Acá termina —insistió.
—Tengo que volver —le dije al chofer, corriendo desde mi asiento. Mary se había quedado allí. Deduje que ella o alguien más me había dado un golpe en la nuca, me había subido al colectivo. Me habían salvado. Pero ella todavía necesitaba ser salvada—. Tengo que volver al barrio Progreso.
—Es el último coche de la noche —dijo, parco.
Aturdido, descendí. El colectivo arrancó y se perdió en la ruta. Con las ropas sucias, lleno de barro mi cuerpo, caminé en círculos por la estación, por la ruta, por las calles de Laferrere.
El día llegó. Con el primer rayo de sol alguien me preguntó si estaba bien. No sé quien era. No sé si era hombre o mujer. Mi mente estaba embotada. Le dije que me había caído en una zanja. Después volví al lugar donde había tomado el colectivo a barrio Progreso, donde había descendido cuando regresé. Esperé todo el día.
Ningún colectivo a barrio Progreso apareció.
Al caer la noche, resignado, desesperanzado como en mil oportunidades anteriores, tomé el 96 y volví a mi departamento. La caja de zapatos donde pasaba mis días. Había perdido la llave. Al principio el portero no quiso abrirme. No me reconocía. Cuando se dio cuenta que era yo me preguntó si había sufrido un accidente, si me habían robado o atacado de alguna manera. Le mentí. Le dije que no. Se ofreció a llamar a la policía, a llevarme al hospital. Le dije que no era necesario. Subí a mi departamento, me arrojé sobre la cama así como estaba. Dormí toda la noche.
Por la mañana, puse la mente en blanco. Desayuné un yogur rancio que había en la heladera, me bañé, me vestí decentemente, prendí la televisión sólo para ver que día era, y salí a la calle.
En la puerta del edificio el portero regaba la vereda. Por primera vez en mi vida pensé que aquello era un desperdicio de agua, de electricidad, de todo. Me preguntó si estaba mejor. Le dije que sí. Me forcé a poner la mente en blanco otra vez.
Era lunes, fui al banco, al cajero automático, y saqué todos mis ahorros. Una suma ínfima que apenas alcanzaba para dos meses del alquiler de mi departamento. Pero también era una suma útil para los planes que estaba esbozando.
Después fui a una gran tienda, miré varias prendas de vestir, pero ninguna me gustó. Fui al supermercado, pensé en comprar víveres. Lo descarté. En un pequeño comercio encontré lo que estaba buscando.
Cerca del mediodía fue a la oficina.
—¡Guillermo! —exclamó mi jefe al verme, con la boca abierta, los ojos desorbitados.
—¿Asombrado de verme? —le pregunté.
—Yo... yo.. yo... ¿Qué tal te fue? ¿Encontraste barrio Progreso?
—Sí.
—¿Y cómo es?
—Me temo que tendrá que averiguarlo usted mismo.
—Oh —dijo mi jefe, un oh tan corto y seco como era posible.
—Y ya que va para allá —dije mientras le entregaba un paquete— podría entregar esto a una vecina del barrio. Es una cerradura completa. La vecina se llama María de los Ángeles, le dicen Mary. Lo va a estar esperando.
—Oh —volvió a decir mi jefe, caminando hacia la puerta, hacia su destino.
Desde entonces, han pasado tres años. Cambié de trabajo dos veces. Conocí una chica en una plaza. Ella trabajaba cuidando perros. Enseguida hubo química. Hace quince meses que vivimos juntos, y tres que esperamos a nuestro primer hijo. El dinero no sobra, pero nos arreglamos para salir adelante. Nunca le conté de barrio Progreso. Jamás le conté a nadie. ¿Quién me creería?
Sin embargo, ayer ocurrió un hecho curioso. Estaba en Morón, repartiendo mercadería en varios negocios. Ahora soy repartidor de galletitas. Un trabajo decente en el que no hay que firmar ningún voluminoso contrato. Mientras revisaba el remito con el dueño de un kiosco, un muchacho, no tendría más de veinte años, bajó de una camioneta cuatro por cuatro y preguntó al kiosquero si conocía el barrio Progreso.
—Queda en La Matanza —me adelanté a contestar—. ¿O era en Cañuelas? No estoy seguro. Pero en frente a la estación de Laferrere sale un colectivo que pasa por ahí.

Victor Justino Orellana, 2009

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