jueves, 16 de julio de 2020

Un cuento largo: El defensor del pueblo


El defensor del pueblo


La del jueves parecía una mañana más. La actividad en el juzgado había empezado puntualmente a las ocho. El primer caso fue intenso, aunque sin complicaciones. El padre de la víctima era el querellante. Había traído a dos abogados, más de cincuenta testigos y cinco peritajes distintos pero coincidentes en sus resultados. Todo lo presentado implicaba a la misma persona como autor del crimen. La jueza Mercedes Brandoni elevó la causa a juicio y ordenó notificar al acusado por el querellante que sería procesado. De hecho, el acusado estaba en la sala de audiencias junto con su abogado. La notificación sería apenas una formalidad.
A las diez, después de un breve receso, comenzó la segunda audiencia del día. El hermano menor de la víctima era el querellante. No hubo presentación de pruebas. El querellante había llegado a un acuerdo con el victimario. Mediante el pago de una indemnización a los familiares de la víctima, el victimario se libraba de ir a juicio y de una posible condena en prisión. Un procedimiento bastante común.
A las once, una hora antes de lo previsto, comenzó la tercera audiencia.
Gregorio Narvaez había sido encontrado muerto en la acera, la madrugada del último martes. Tenía lo que parecían ser dos orificios de bala, uno en el pecho y el otro en la cabeza. Pero para estar seguros había que hacer el peritaje correspondiente, y los peritajes corrían por cuenta y cargo de la querella.
A diferencia de las dos audiencias anteriores, la sala estaba casi vacía. Un hombre de traje azul y grandes lentes oscuros sentado en la primera fila aguardaba impaciente. Era un conocido abogado. De los más caros que el dinero podía comprar. Su presencia resaltaba como un faro en la noche más oscura. Era casi una afirmación de que alguien de gran poder adquisitivo estaba implicado en la muerte de Narvaez.
Dispersos en las últimas filas, había tres personas más. Curiosos atraídos por la necesidad de aprender los procedimientos judiciales, o por el morbo.
Gregorio Narvaez no tenía familiares conocidos. Vivía en la calle, hosco con todo el mundo, tampoco se le conocía amigos o alguien que lo apreciara lo suficiente como para presentarse como querellante. La jueza Mercedes Brandoni sabía como terminaría aquel caso apenas leyó el expediente. Tendría que cerrarlo allí mismo por falta de pruebas. Sin embargo, tenía que hacer aquella pregunta, era una formalidad con la que debía cumplir.
¿Quién se presenta como querellante en la causa Narvaez, Gregorio? —interrogó la jueza a la sala casi vacía.
Silencio absoluto. La jueza Brandoni hubiera jurado que escuchó los labios del hombre del traje azul cuando se movieron para formar una leve sonrisa.
En vista que no hay querellante —empezó a decir la jueza— me veo obligada a cerrar...
Yo.
Otra vez el silencio fue absoluto. La media sonrisa del hombre del traje azul se desdibujó mientras giraba la cabeza en dirección al fondo de la sala.
¿Alguien dijo algo? —preguntó la jueza Brandoni.
Yo —dijo la misma voz.
Póngase de pie —ordenó la jueza.
Un hombre joven se levantó de su silla en la última fila.
¿Cuál es su nombre?
Antonio Montero.
¿Y cuál es su relación con víctima?
Ninguna. Jamás lo conocí. ¿Es un impedimento?
No. No hay impedimento legal para que sea querellante —explicó la jueza Brandoni, guardándose para sí misma que en veinticinco años de profesión nunca había visto algo igual—. ¿Tiene pruebas que presentar?
De momento no —respondió Antonio Montero—. Solicito una extensión.
Muy bien —dijo la jueza Brandoni—. Habrá una nueva audiencia preliminar el jueves que viene. Presente su evidencia entonces, o el caso quedará definitivamente cerrado.
Antes de que la jueza terminara de hablar el hombre del traje azul se había marchado dando un portazo.


Sí. Él venía todos los días a revisar la basura —explicaba el encargado del restaurante a Antonio Montero. Gregorio Narvaez había aparecido sin vida justo enfrente del local gastronómico—. Un día, era invierno, le ofrecí una sopa caliente. Me mandó a la mierda. Ese sí que era un tipo difícil.
¿Y no sabés que pudo haberle pasado? —preguntó Montero.
Mire, tengo mucho trabajo que hacer —dijo el encargado, muy nervioso. Su cara se puso roja, la voz le temblaba—. Lamento no poder ayudarlo.


Junto al restaurante había una casa de fotos.
Yo no estaba ese día —dijo el encargado—. El martes, si no me equivoco, estaba Alfredo.
¿Cómo lo ubico? ¿Tenés algún número de teléfono?
Sí, pero no puedo dártelo. Si me dejás un número yo le aviso para que se comunique con vos.
Bueno —dijo Antonio Montero mientras escribía el número de su teléfono celular—. ¿Y no escuchaste nada sobre la muerte de Gregorio Narvaez? ¿Algún comentario? ¿Alguien que haya visto algo?
No. Ni idea. ¿Gregorio Narvaez se llamaba? Acá todos lo llamaban Luca.
¿No sabés si alguien le tenía bronca?
No que yo sepa —dijo el encargado. Luego bajó la voz—. Mirá, el tipo cagaba y meaba ahí donde le daba ganas. A mí me daba bronca tener que baldear dos veces la vereda, pero nada más. De los demás... Ahora la atiendo, señora —dijo, dando por terminada la entrevista.


Del otro lado del restaurante había una pinturería.
Ese día no abrimos —dijo el encargado de la pinturería.
¿Estuvieron cerrado un martes?
Sí. ¿Y qué hay? Y si me permite, ahora tengo que cerrar.
La cortina del comercio cayó pesadamente. Antonio Montero consultó su reloj. Apenas eran las seis de la tarde.


Cruzando la calle, frente al restaurante, había una casa de ropa deportiva.
Bien muerto está el hijo de puta ese —dijo el encargado—. Todos los días venía y me cagaba la vereda. ¡Pero yo no lo maté, eh!
¿Y no tenés idea de quién pudo haber sido?
Seguro que fue el negro ese que vende medias truchas en la esquina. Ese si que es flor de mafioso.


Yo armo el puesto casi a las diez —dijo el vendedor ambulante de medias—. A esa hora ya se habían llevado el cuerpo. Hasta habían lavado la sangre de la vereda.
¿Y no tenés idea de que pudo haber pasado?
Y para mí que lo hizo matar el dueño de la casa de ropa deportiva. No sabés la bronca que le tenía.


Al lado de la casa de ropa deportiva había un terreno baldío. Hasta el lunes a la noche era el hogar y refugio de Gregorio Narvaez. Desde el martes a la tarde estaba cercado. Las chapas de cartón donde se refugiara Narvaez habían desaparecido. Y un enorme cartel anunciaba que próximamente allí se construiría un anexo de Corralones Ameghino.


¿Puedo hablar con el encargado? —preguntó Antonio Montero en Corralones Ameghino. Casualmente, el local era lindante al terreno baldío que habitara Narvaez.
Un momento —dijo un hombre que hablaba con otro sobre arena, cal y ladrillos—. Ya lo atiendo.
Dos minutos después el encargado se encaminó hacia Montero. A medio andar otro empleado llegó y le dijo algo al oído. El encargado miró a Montero y asintió con la cabeza a lo que su compañero de labores le decía.
Debo pedirle que se retire —dijo el encargado. El empleado que le había hablado al oído y otro más se pusieron a su lado.
Antonio Montero agachó la cabeza y dejó el local. Agachó la cabeza para que no vieran la sonrisa de satisfacción. Aquel había sido el mejor testimonio que había recogido aquella tarde.


El viernes a media mañana lo llamaron de una radio para hacerle una nota por teléfono.
Un caso inédito en la justicia nacional —decía el locutor a su audiencia—. Antonio Montero se presentó como querellante por la muerte de un hombre que jamás había visto en su vida. Antonio, ¿qué nos podés contar del caso?
Por ahora no mucho —dijo Montero—. Pero si alguien vio algo, o puede aportar algún dato, por favor, comuníquese conmigo. La producción de este programa tiene mi número de teléfono.
Gracias, Antonio, y qué tengás mucha suerte y que los asesinos, si lo hubo, paguen con todo el peso de la ley.


Por la tarde, Antonio Montero fue a ver al perito médico.
¿Tiene algo para mí?
El que preguntaba era el doctor Guillermo Lamas.
Aquí tiene sus honorarios —dijo Montero, acercando un sobre con dinero al médico.
Bueno —dijo el doctor Lamas después de contar los billetes—. Efectivamente, la causa de la muerte fueron los disparos, particularmente el que ingresa por el pecho que le provoca un paro cardiorrespiratorio. Todo indicaría que ya estaba muerto cuando recibe el segundo impacto, en la cabeza.
¿Y los proyectiles?
Aquí están. Junto con mi informe.
¿Qué puede decirme de ellos?
Nada. Soy perito médico, no balístico.


Saliendo de la oficina del doctor Lamas, Montero recibió una llamada. Otra radio estaba interesada en hacerle una nota. Le dijeron que aguardara en línea. Esperó durante veinte minutos. Entonces un productor le dijo que ese día no podrían hacerle la entrevista, que lo llamarían el lunes o el martes.


El sábado, alrededor del mediodía, Antonio Montero llegó a un bar, a pocas cuadras de donde Narvaez había muerto. Se acercó a una mesa donde una joven pareja de novios tomaba café.
¿Héctor Infante y Gladis Lombardo?
Sí.
Soy Antonio Montero, querellante en la causa por la muerte de Gregorio Narvaez.
Gladis Lombardo desvió la mirada hacia el ventanal del bar. Héctor Infante miró a Montero casi con odio.
Según el reporte de la policía —empezó a explicar Montero— ustedes fueron los primeros que encontraron el cuerpo de Narvaez.
¿Y qué? —preguntó Infante, muy molesto—. Todo lo que teníamos que decir está en el reporte de la policía.
Igual, me gustaría hacerles unas preguntas.
No tenemos nada que decir —dijo Infante, poniéndose de pie.
Héctor —llamó tímidamente su novia, tirando de la manga de su camisa—. Tal vez...
Nos vamos —dijo Héctor Infante tirando del brazo a su novia y arrastrándola hacia la puerta.
Pero Héctor —balbuceó la chica cuando salían a la vereda, dirigiendo una mirada angustiada a Montero.
¡Vos no viste nada! —le gritó su novio—. Metételo en la cabeza. ¡Vos no viste nada!


Por la tarde, Antonio Montero repitió la historia de Narvaez a dos periodistas gráficos y a una radio. Rogó por testigos o pruebas que ayudaran a dilucidar el caso. El teléfono permaneció mudo el resto del día.


El domingo por la mañana Montero revisó una y otra vez el material que había recolectado. El reporte de la policía. El reporte del perito médico. Ningún testigo. Cuando sonó el teléfono se abalanzó sobre él. Necesitaba desesperadamente una buena noticia. Sólo era la compañía telefónica amenazando con interrumpir el servicio si no pagaba las facturas atrasadas.
Montero revisó su billetera. Había vendido el auto para pagar al perito médico, y lo que quedaba era para pagar al perito balístico. La heladera estaba vacía. Tendría que desprenderse del televisor para salir adelante hasta que su situación económico-laboral se revirtiera.


Por la tarde, Antonio Montero salió a caminar. Se sentó en el banco de una plaza a disfrutar del sol.
El hombre que estaba con un traje azul el jueves en el juzgado apareció frente a él. Pero llevaba un traje gris esta vez. Se sentó a su lado en el banco.
Parece que usted es un hombre que necesita dinero —dijo el hombre del traje gris—. O quizás le vendría bien un empleo.
No anda muy errado.
Permítame presentarme. Mi nombre es Haroldo Pérez García. Soy abogado. Si necesita un empleo, hay una vacante en Corralones Ameghino. O si prefiere —sacó un sobre del bolsillo de su traje—. Con esto puede recuperar su auto.
Parece que sabe mucho de mí —dijo Montero, sin moverse un centímetro.
No tanto como quisiera —dijo Pérez García guardando el sobre otra vez en su bolsillo—. Píenselo —dijo mientras se ponía de pie—. Si cambia de opinión, pase por Corralones Ameghino. Allí lo va estar esperando un empleo. O el sobre. Lo que usted prefiera. Pero no se tomé mucho tiempo. No quisiéramos que algo malo le suceda.


Caída la noche Montero regresó a su departamento. La puerta estaba abierta. Los papeles revueltos sembraban el piso. No faltaba nada de valor. De hecho, no faltaba nada.
La policía no quiso tomarle la denuncia.
Necesita un testigo que corrobore su versión —le dijo el agente que lo atendió en el mostrador de la comisaría.
Vivo solo.
Algún pariente o amigo que suela visitarlo...
No tengo parientes vivos. Y hace tiempo que no veo a mis amigos.
Entonces no podemos ayudarlo —dijo el agente dando por cerrado el incidente.


El lunes por la mañana lo llamaron de dos radios. Y lo entrevistaron de tres diarios.
Por favor, si alguien vio algo, o puede aportar algún dato, llámeme.
Por favor, si alguien vio algo, llámeme, cualquier dato es importante.
Por favor, llámenme si vieron algo, si saben algo.
Llamen, por favor, llamen.
Al mediodía el teléfono sonó.
¿Antonio Montero? Mi nombre es Rogelio Blanco. Escuché su caso en la radio. Si podemos reunirnos, creo que puedo ayudarlo.


A las cuatro de la tarde Antonio Montero caminaba con las manos en los bolsillos vacíos. Había quedado entrevistarse la mañana siguiente con Rogelio Blanco. No había soltado prenda sobre lo que podía aportar a la causa. Pero era más de lo que había conseguido en cinco días.
¿Puedo hablar con vos?
Gladis Lombardo lo observaba con mirada triste.
Por supuesto —dijo Montero mientras la invitaba a sentarse en el borde de un cantero.
Mi novio no quiere que hable con vos. Pero tenía que hacerlo.
Te escuchó.
Le dijimos a la policía que encontramos a Narvaez en la vereda, que ya estaba muerto y que no había nadie más. Pero eso no fue lo que pasó. Mi novio me acompañaba al trabajo. Yo trabajo en un local de comida rápida acá a tres cuadras. Entro muy temprano y mi novio me acompaña casi siempre, para ver que llegue bien y no me pase nada por el camino. Cuando doblamos para agarrar la avenida lo vimos a Narvaez. Todavía estaba vivo. Y había otro hombre con él, que no paraba de insultarlo, y de repente sacó un revólver y... — Gladis Lombardo detuvo el relato y comenzó a llorar—. Le pegó dos tiros. Mi novio me arrastró detrás de unas plantas y me tapó la boca para que no hable. El otro tipo subió a un auto y se fue. Entonces yo me liberé de las manos de mi novio y corrí hasta Narvaez. Y empezó a aparecer gente de todos lados, atraída por los disparos. Y todos preguntaban si alguien había visto algo, pero todos decían que nadie había visto nada, y yo iba a decir lo que habíamos visto pero mi novio no me dejó y dijo que lo encontramos así y después me llevó adentro del restaurante y me pegó una cachetada y me ordenó decir que no habíamos visto nada y...
Montero abrazó a Lombardo y le dio unas palmadas en la espalda.
Está bien, nena. Está bien.
Lo lamento. No quería quebrarme así, pero...
Está bien. Sos muy joven todavía para vivir algo así.
Tengo diecinueve. Y vos no sos tan viejo. ¿Cuánto tenés? ¿Veinticinco?
Treinta y uno. ¿Vas a atestiguar en la causa?
No puedo. Mi novio no quiere.
¿Es tu novio o tu dueño?
Es complicado. Él trabaja en Corralones Ameghino. Y el tipo que le disparó a Narvaez... el hombre que lo mató...
Sí, ya sé.
... es Ameghino, el dueño de los corralones.


El martes por la mañana Antonio Montero se entrevistó con el perito balístico.
Son balas de revólver, calibre 38 —dijo el perito, entre dos bocanadas de humo de su cigarrillo.
¿Y qué más puede decirme?
Nada. Necesito la presunta arma homicida para hacer más pruebas.


Saliendo de la oficina del perito balístico, Antonio Montero fue a ver a Rogelio Blanco. La dirección que le dio resultó ser un pequeño local en una galería en el centro.
Soy parapsicólogo —le dijo Rogelio Blanco con gesto afable—. Limpio el aura, abro caminos, haga retornar a tu ser querido... —Rogelio Blanco hizo una pausa, cerró los ojos— A vos te hicieron un trabajo. ¿Tu pareja te dejó recientemente?
Me dijo que tenía información para mí —lo cortó en secó Montero.
Sí, claro, lo de Narvaez. Sí, escuché tu caso en la radio el viernes. Esa tarde me vino un flash, una imagen borrosa de un hombre disparando a un linyera.
¿Y?
Bueno. Ese es el tema. Para aclarar mi percepción de la imagen necesito ciertos materiales, algunos son caros. Esperaba que vos pudieras contribuir con ouuch —se quejó Rogelio Blanco del puñetazo en la cara.
Ahí tenés otro flash —dijo Antonio Montero antes de marcharse.


Sin testigos. Sin pruebas que incriminen a Ameghino. La tarde se iba sin pena ni gloria. Entonces el teléfono de Antonio Montero sonó. Lo llamaban de un canal de televisión. Estaban muy interesados en el caso del hombre que se había presentado como querellante por alguien que jamás había conocido. En pocos minutos arreglaron todo. Sería entrevistado en vivo en el noticiero de las siete de la tarde.
Una hora antes llegó una unidad móvil del canal y preparó la entrevista. A las diecinueve horas con once minutos el conductor del noticiero estableció la conexión. Antonio Montero fue visto por cientos de miles de espectadores que escucharon de su boca la historia de Gregorio Narvaez, de las dificultades para obtener pruebas, testigos, el más mínimo dato. Una historia que solía repetirse casi todos los días en los noticieros de la televisión. Pero siempre eran padres que reclamaban justicia por sus hijos, hermanos que pedían testigos por el caso de un hermano, viudas que entre lágrimas exigían que los culpables de su tragedia fueran a prisión.
Aquel día, la crónica policial diaria se mezcló con lo bizarro, y fue un éxito de audiencia.


Eran más de las diez de la noche. En su departamento, Antonio Montero miraba el techo, aguardando que sonara el teléfono. En lugar de eso alguien llamó a la puerta.
Te vi en la televisión —dijo Gladis Lombardo—. Ahora están repitiendo tu entrevista en otro programa.
Qué bueno. Lástima que vendí la televisión.
Te traje algo de comer —dijo la muchacha mientras alcanzaba a Montero una pequeña bolsa—. Espero que te gusten las hamburguesas.
Las odio. Pero serán una cena excelente.
¿No me invitas a pasar?
No me parece buena idea. Es mejor que vuelvas a tu casa.


Amanecía el miércoles cuando Antonio Montero despertó sobresaltado. Gladis Lombardo ya se había levantado y se estaba vistiendo.
Tengo que ir al trabajo —dijo mientras se inclinaba sobre Montero y le besaba—. Si puedo, vuelvo esta noche.
¿Vas a testificar contra Ameghino? —preguntó el hombre, taciturno.
No puedo. Héctor es... No puedo hacerle eso a Héctor —dijo y se marchó.


Desde las ocho de la mañana su teléfono no paró de sonar. Todo el mundo lo había visto el día anterior en la televisión, y todos querían entrevistarlo. Radios, diarios y otro canal de televisión lo tuvieron ocupado buena parte del día. Hasta el perito balístico lo llamó para decirle que quería ampliar su informe, sin cargo, a cambio de aparecer junto a Montero en la segunda entrevista televisiva.
Pero al llegar la noche las pruebas seguían siendo insuficientes. Y no había testigos que quisieran declarar.


El teléfono de Montero sonó. Gladis Lombardo no podría ir a visitarlo, como había prometido. No sabía que extrañaría más, a la chica o a las hamburguesas. Sus tripas hambrientas respondieron con un gutural quejido.
La puerta del departamento se abrió con violencia. Dos hombres de grandes proporciones entraron. Los reconoció enseguida. Eran empleados de Corralones Ameghino.
Pasen —dijo Montero, sentado en el sofá—. Siéntanse como en su casa.
Los dos tipos permanecieron en silencio. Detrás de ellos entró el abogado Haroldo Pérez García, caminando casi con desgano. Y por último, el mismo Rogelio Ameghino, dueño de los corralones de materiales, con paso soberbio, con la mirada cargada de desprecio, ingresó al departamento.
¿Qué mierda querés? —le preguntó a Antonio Montero.
No sé —respondió Montero, recostándose contra el sofá—. Justicia.
Ameghino metió la mano en el bolsillo de su saco y extrajo una chequera. Se la arrojó a Montero. Golpeó la cara del querellante y cayó sobre sus rodillas.
¿Querés justicia? Ahí tenés justicia. ¿Cuánto es justicia para vos? Pone la cifra que gustes.
Antonio Montero tomó la chequera y se puso de pie.
¿A qué le tiene miedo? —preguntó el querellante al principal sospechoso en tanto le devolvía la chequera.
¡Miedo, yo! —gritó Ameghino. De un cachetazo arrojó la chequera contra la pared. Uno de sus empleados de apresuró a levantarla—. ¿Miedo, yo? No tenés pruebas. No tenés testigos. A la jueza Brandoni la forramos en guita. Si no fuera que saliste en televisión, acá nomás te hago mierda.
Tan bruscamente como llegaron los visitantes se marcharon.


La mañana del jueves llegó. La segunda audiencia preliminar por el caso de Gregorio Narvaez estaba prevista para las diez de la mañana. Desde una hora antes la sala estaba llena. La exposición en los medios del caso había atraído a una buena cantidad de periodistas y curiosos que colmaban el recinto.
Cinco minutos antes de las diez Antonio Montero entró en la sala. Estaba derrumbado. Sus pasos cansados buscando un lugar donde sentarse, su rostro demacrado por las ojeras que miraban alrededor suyo preanunciaban el pronto final del proceso.
Montero vio a muchas caras que había conocido en la última semana. Y una multitud de otras que jamás había visto y que lo observaban como si lo conocieran de toda la vida. Muchas manos se extendieron a saludarlo, muchas voces le desearon suerte. Pero la suerte estaba echada.
Sentado en la primera fila, dio un último giro para ver la sala. Aquí y allá estaban los encargados de los negocios de la calle donde había muerto Narvaez. En la última fila, divisó a Gladis Montero, con su novio, Héctor Montero. Él la abrazaba fuertemente. Y ella respondía el abrazo. No había que buscar esperanzas allí.
En primera fila, en el lado opuesto de la sala, Rogelio Ameghino aguardaba los acontecimientos, simulando muy mal ser un curioso más. Su abogado lo acompañaba. Sus caros trajes no pasaban desapercibidos.
¿Está el querellante en la sala? —preguntó la jueza Mercedes Brandoni a la diez en punto.
Sí —respondió Antonio Montero.
Póngase de pie. ¿Qué pruebas ofrece la querella?
Tengo el reporte del perito médico, y del perito balístico, que coinciden en que Gregorio Narvaez fue ultimado con un arma calibre 38. Varios indicios indican que habría sido asesinado porque ocupaba un terreno baldío que alguien más codiciaba.
¿Tiene evidencia o testigos que respalden esos indicios? Le recuerdo que acusar a alguien sin pruebas es un delito.
No. La escena del crimen fue rápidamente alterada. Y los testigos no quieren declarar.
Entonces no hay evidencia ni testigos —dijo la jueza, muy seria, aunque un ligero temblor en la mano derecha mostraba algunos resquemores—. No veo otro remedio que cerrar el...
Si hay un testigo —dijo alguien a espaldas de Montero—. Yo vi a Rogelio Ameghino disparar sobre Narvaez.
Antonio Montero se dio vuelta. En la última fila, de pie, bañado por los flashes de las cámaras fotográficas, Héctor Infante arrojaba su verdad al mundo ante la atónita mirada de su novia y sus compañeros de trabajo. Un coro de murmullos llenó la sala.
Silencio, por favor—pidió la jueza Brandoni. Grandes gotas de sudor recorrieron su frente—. Señor Montero, esto es bastante irregular. Según el procedimiento... —Mercedes Brandoni contempló la multitud de ojos que observaban su actuación. Había dos cámaras de televisión en la sala. Lo que dijera en ese momento saldría en los medios toda la semana. Podía desechar la querella argumentando un millar de tecnicismos, pero se la iban a comer cruda—. Señor Montero, ¿es este hombre su testigo?
Antonio Montero contempló aún incrédulo a Infante durante cinco segundos, luego se volvió a la jueza y dijo que sí.
En ese caso, elevo la causa a juicio oral. En una futura audiencia se fijará la fecha. Se cierra esta audiencia.


Poco a poco la sala se fue vaciando. Faltaban pocos minutos para que comenzara la siguiente audiencia preliminar y Antonio Montero era uno de los pocos ocupantes, sentado en la última fila, como una semana atrás.
Hay una multitud esperándote afuera —dijo Héctor Infante, mientras se sentaba a su lado.
¿Qué te hizo cambiar de opinión? —preguntó Montero.
Mi novia. Al verlos hoy, me di cuenta.
¿Ah?
La forma en que te miraba...
Yo...
Sos un héroe para ella. Y yo quería que también me mirara así a mí. Lo que pasó con Narvaez nos estaba separando, pero siento que a partir de ahora las cosas van a cambiar. Sí, señor, van a cambiar...
Silencio, por favor —pidió la jueza Mercedes Brandoni. Una nueva audiencia iba a empezar. Alberto Mendéz había sido asesinado de una puñalada en la cadera. Su única familia era un hermano con el que disputaban judicialmente la herencia paterna—. ¿Quién se presenta como querellante en la causa Mendéz, Alberto? —interrogó la jueza a la sala.
Silencio absoluto. Montero e Infante intercambiaron miradas.
Yo... —respondió alguien en la última fila.

Victor Justino Orellana, 2010

1 comentario:

  1. Excelente relato, Víctor. Atrapa desde el primer momento y fluye manteniendo el suspenso con intensidad. Mientras lo leía imaginaba distintos finales. Felicitaciones.

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