El defensor del pueblo
La
del jueves parecía una mañana más. La actividad en el juzgado
había empezado puntualmente a las ocho. El primer caso fue intenso,
aunque sin complicaciones. El padre de la víctima era el
querellante. Había traído a dos abogados, más de cincuenta
testigos y cinco peritajes distintos pero coincidentes en sus
resultados. Todo lo presentado implicaba a la misma persona como
autor del crimen. La jueza Mercedes Brandoni elevó la causa a juicio
y ordenó notificar al acusado por el querellante que sería
procesado. De hecho, el acusado estaba en la sala de audiencias junto
con su abogado. La notificación sería apenas una formalidad.
A
las diez, después de un breve receso, comenzó la segunda audiencia
del día. El hermano menor de la víctima era el querellante. No hubo
presentación de pruebas. El querellante había llegado a un acuerdo
con el victimario. Mediante el pago de una indemnización a los
familiares de la víctima, el victimario se libraba de ir a juicio y
de una posible condena en prisión. Un procedimiento bastante común.
A
las once, una hora antes de lo previsto, comenzó la tercera
audiencia.
Gregorio
Narvaez había sido encontrado muerto en la acera, la madrugada del
último martes. Tenía lo que parecían ser dos orificios de bala,
uno en el pecho y el otro en la cabeza. Pero para estar seguros había
que hacer el peritaje correspondiente, y los peritajes corrían por
cuenta y cargo de la querella.
A
diferencia de las dos audiencias anteriores, la sala estaba casi
vacía. Un hombre de traje azul y grandes lentes oscuros sentado en
la primera fila aguardaba impaciente. Era un conocido abogado. De los
más caros que el dinero podía comprar. Su presencia resaltaba como
un faro en la noche más oscura. Era casi una afirmación de que
alguien de gran poder adquisitivo estaba implicado en la muerte de
Narvaez.
Dispersos
en las últimas filas, había tres personas más. Curiosos atraídos
por la necesidad de aprender los procedimientos judiciales, o por el
morbo.
Gregorio
Narvaez no tenía familiares conocidos. Vivía en la calle, hosco con
todo el mundo, tampoco se le conocía amigos o alguien que lo
apreciara lo suficiente como para presentarse como querellante. La
jueza Mercedes Brandoni sabía como terminaría aquel caso apenas
leyó el expediente. Tendría que cerrarlo allí mismo por falta de
pruebas. Sin embargo, tenía que hacer aquella pregunta, era una
formalidad con la que debía cumplir.
—¿Quién
se presenta como querellante en la causa Narvaez, Gregorio?
—interrogó la jueza a la sala casi vacía.
Silencio
absoluto. La jueza Brandoni hubiera jurado que escuchó los labios
del hombre del traje azul cuando se movieron para formar una leve
sonrisa.
—En
vista que no hay querellante —empezó a decir la jueza— me veo
obligada a cerrar...
—Yo.
Otra
vez el silencio fue absoluto. La media sonrisa del hombre del traje
azul se desdibujó mientras giraba la cabeza en dirección al fondo
de la sala.
—¿Alguien
dijo algo? —preguntó la jueza Brandoni.
—Yo
—dijo la misma voz.
—Póngase
de pie —ordenó la jueza.
Un
hombre joven se levantó de su silla en la última fila.
—¿Cuál
es su nombre?
—Antonio
Montero.
—¿Y
cuál es su relación con víctima?
—Ninguna.
Jamás lo conocí. ¿Es un impedimento?
—No.
No hay impedimento legal para que sea querellante —explicó la
jueza Brandoni, guardándose para sí misma que en veinticinco años
de profesión nunca había visto algo igual—. ¿Tiene pruebas que
presentar?
—De
momento no —respondió Antonio Montero—. Solicito una extensión.
—Muy
bien —dijo la jueza Brandoni—. Habrá una nueva audiencia
preliminar el jueves que viene. Presente su evidencia entonces, o el
caso quedará definitivamente cerrado.
Antes
de que la jueza terminara de hablar el hombre del traje azul se había
marchado dando un portazo.
—Sí.
Él venía todos los días a revisar la basura —explicaba
el encargado del restaurante a Antonio Montero. Gregorio Narvaez
había aparecido sin vida justo enfrente del local gastronómico—.
Un día, era invierno, le ofrecí una sopa caliente. Me mandó a la
mierda. Ese sí que era un tipo difícil.
—¿Y
no sabés que pudo haberle pasado? —preguntó Montero.
—Mire,
tengo mucho trabajo que hacer —dijo el encargado, muy nervioso. Su
cara se puso roja, la voz le temblaba—. Lamento no poder ayudarlo.
Junto
al restaurante había una casa de fotos.
—Yo
no estaba ese día —dijo el encargado—. El martes, si no me
equivoco, estaba Alfredo.
—¿Cómo
lo ubico? ¿Tenés algún número de teléfono?
—Sí,
pero no puedo dártelo. Si me dejás un número yo le aviso para que
se comunique con vos.
—Bueno
—dijo Antonio Montero mientras escribía el número de su teléfono
celular—. ¿Y no escuchaste nada sobre la muerte de Gregorio
Narvaez? ¿Algún comentario? ¿Alguien que haya visto algo?
—No.
Ni idea. ¿Gregorio Narvaez se llamaba? Acá todos lo llamaban Luca.
—¿No
sabés si alguien le tenía bronca?
—No
que yo sepa —dijo el encargado. Luego bajó la voz—. Mirá, el
tipo cagaba y meaba ahí donde le daba ganas. A mí me daba bronca
tener que baldear dos veces la vereda, pero nada más. De los
demás... Ahora la atiendo, señora —dijo, dando por terminada la
entrevista.
Del
otro lado del restaurante había una pinturería.
—Ese
día no abrimos —dijo el encargado de la pinturería.
—¿Estuvieron
cerrado un martes?
—Sí.
¿Y qué hay? Y si me permite, ahora tengo que cerrar.
La
cortina del comercio cayó pesadamente. Antonio Montero consultó su
reloj. Apenas eran las seis de la tarde.
Cruzando
la calle, frente al restaurante, había una casa de ropa deportiva.
—Bien
muerto está el hijo de puta ese —dijo el encargado—. Todos los
días venía y me cagaba la vereda. ¡Pero yo no lo maté, eh!
—¿Y
no tenés idea de quién pudo haber sido?
—Seguro
que fue el negro ese que vende medias truchas en la esquina. Ese si
que es flor de mafioso.
—Yo
armo el puesto casi a las diez —dijo el vendedor ambulante de
medias—. A esa hora ya se habían llevado el cuerpo. Hasta habían
lavado la sangre de la vereda.
—¿Y
no tenés idea de que pudo haber pasado?
—Y
para mí que lo hizo matar el dueño de la casa de ropa deportiva. No
sabés la bronca que le tenía.
Al
lado de la casa de ropa deportiva había un terreno baldío. Hasta el
lunes a la noche era el hogar y refugio de Gregorio Narvaez. Desde el
martes a la tarde estaba cercado. Las chapas de cartón donde se
refugiara Narvaez habían desaparecido. Y un enorme cartel anunciaba
que próximamente allí se construiría un anexo de Corralones
Ameghino.
—¿Puedo
hablar con el encargado? —preguntó Antonio Montero en Corralones
Ameghino. Casualmente, el local era lindante al terreno baldío que
habitara Narvaez.
—Un
momento —dijo un hombre que hablaba con otro sobre arena, cal y
ladrillos—. Ya lo atiendo.
Dos
minutos después el encargado se encaminó hacia Montero. A medio
andar otro empleado llegó y le dijo algo al oído. El encargado miró
a Montero y asintió con la cabeza a lo que su compañero de labores
le decía.
—Debo
pedirle que se retire —dijo el encargado. El empleado que le había
hablado al oído y otro más se pusieron a su lado.
Antonio
Montero agachó la cabeza y dejó el local. Agachó la cabeza para
que no vieran la sonrisa de satisfacción. Aquel había sido el mejor
testimonio que había recogido aquella tarde.
El
viernes a media mañana lo llamaron de una radio para hacerle una
nota por teléfono.
—Un
caso inédito en la justicia nacional —decía el locutor a su
audiencia—. Antonio Montero se presentó como querellante por la
muerte de un hombre que jamás había visto en su vida. Antonio, ¿qué
nos podés contar del caso?
—Por
ahora no mucho —dijo Montero—. Pero si alguien vio algo, o puede
aportar algún dato, por favor, comuníquese conmigo. La producción
de este programa tiene mi número de teléfono.
—Gracias,
Antonio, y qué tengás mucha suerte y que los asesinos, si lo hubo,
paguen con todo el peso de la ley.
Por
la tarde, Antonio Montero fue a ver al perito médico.
—¿Tiene
algo para mí?
El
que preguntaba era el doctor Guillermo Lamas.
—Aquí
tiene sus honorarios —dijo Montero, acercando un sobre con dinero
al médico.
—Bueno
—dijo el doctor Lamas después de contar los billetes—.
Efectivamente, la causa de la muerte fueron los disparos,
particularmente el que ingresa por el pecho que le provoca un paro
cardiorrespiratorio. Todo indicaría que ya estaba muerto cuando
recibe el segundo impacto, en la cabeza.
—¿Y
los proyectiles?
—Aquí
están. Junto con mi informe.
—¿Qué
puede decirme de ellos?
—Nada.
Soy perito médico, no balístico.
Saliendo
de la oficina del doctor Lamas, Montero recibió una llamada. Otra
radio estaba interesada en hacerle una nota. Le dijeron que aguardara
en línea. Esperó durante veinte minutos. Entonces un productor le
dijo que ese día no podrían hacerle la entrevista, que lo llamarían
el lunes o el martes.
El
sábado, alrededor del mediodía, Antonio Montero llegó a un bar, a
pocas cuadras de donde Narvaez había muerto. Se acercó a una mesa
donde una joven pareja de novios tomaba café.
—¿Héctor
Infante y Gladis Lombardo?
—Sí.
—Soy
Antonio Montero, querellante en la causa por la muerte de Gregorio
Narvaez.
Gladis
Lombardo desvió la mirada hacia el ventanal del bar. Héctor Infante
miró a Montero casi con odio.
—Según
el reporte de la policía —empezó a explicar Montero— ustedes
fueron los primeros que encontraron el cuerpo de Narvaez.
—¿Y
qué? —preguntó Infante, muy molesto—. Todo lo que teníamos que
decir está en el reporte de la policía.
—Igual,
me gustaría hacerles unas preguntas.
—No
tenemos nada que decir —dijo Infante, poniéndose de pie.
—Héctor
—llamó tímidamente su novia, tirando de la manga de su camisa—.
Tal vez...
—Nos
vamos —dijo Héctor Infante tirando del brazo a su novia y
arrastrándola hacia la puerta.
—Pero
Héctor —balbuceó la chica cuando salían a la vereda, dirigiendo
una mirada angustiada a Montero.
—¡Vos
no viste nada! —le gritó su novio—. Metételo en la cabeza. ¡Vos
no viste nada!
Por
la tarde, Antonio Montero repitió la historia de Narvaez a dos
periodistas gráficos y a una radio. Rogó por testigos o pruebas que
ayudaran a dilucidar el caso. El teléfono permaneció mudo el resto
del día.
El
domingo por la mañana Montero revisó una y otra vez el material que
había recolectado. El reporte de la policía. El reporte del perito
médico. Ningún testigo. Cuando sonó el teléfono se abalanzó
sobre él. Necesitaba desesperadamente una buena noticia. Sólo era
la compañía telefónica amenazando con interrumpir el servicio si
no pagaba las facturas atrasadas.
Montero
revisó su billetera. Había vendido el auto para pagar al perito
médico, y lo que quedaba era para pagar al perito balístico. La
heladera estaba vacía. Tendría que desprenderse del televisor para
salir adelante hasta que su situación económico-laboral se
revirtiera.
Por
la tarde, Antonio Montero salió a caminar. Se sentó en el banco de
una plaza a disfrutar del sol.
El
hombre que estaba con un traje azul el jueves en el juzgado apareció
frente a él. Pero llevaba un traje gris esta vez. Se sentó a su
lado en el banco.
—Parece
que usted es un hombre que necesita dinero —dijo el hombre del
traje gris—. O quizás le vendría bien un empleo.
—No
anda muy errado.
—Permítame
presentarme. Mi nombre es Haroldo Pérez García. Soy abogado. Si
necesita un empleo, hay una vacante en Corralones Ameghino. O si
prefiere —sacó un sobre del bolsillo de su traje—. Con esto
puede recuperar su auto.
—Parece
que sabe mucho de mí —dijo Montero, sin moverse un centímetro.
—No
tanto como quisiera —dijo Pérez García guardando el sobre otra
vez en su bolsillo—. Píenselo —dijo mientras se ponía de pie—.
Si cambia de opinión, pase por Corralones Ameghino. Allí lo va
estar esperando un empleo. O el sobre. Lo que usted prefiera. Pero no
se tomé mucho tiempo. No quisiéramos que algo malo le suceda.
Caída
la noche Montero regresó a su departamento. La puerta estaba
abierta. Los papeles revueltos sembraban el piso. No faltaba nada de
valor. De hecho, no faltaba nada.
La
policía no quiso tomarle la denuncia.
—Necesita
un testigo que corrobore su versión —le dijo el agente que lo
atendió en el mostrador de la comisaría.
—Vivo
solo.
—Algún
pariente o amigo que suela visitarlo...
—No
tengo parientes vivos. Y hace tiempo que no veo a mis amigos.
—Entonces
no podemos ayudarlo —dijo el agente dando por cerrado el incidente.
El
lunes por la mañana lo llamaron de dos radios. Y lo entrevistaron de
tres diarios.
—Por
favor, si alguien vio algo, o puede aportar algún dato, llámeme.
—Por
favor, si alguien vio algo, llámeme, cualquier dato es importante.
—Por
favor, llámenme si vieron algo, si saben algo.
—Llamen,
por favor, llamen.
Al
mediodía el teléfono sonó.
—¿Antonio
Montero? Mi nombre es Rogelio Blanco. Escuché su caso en la radio.
Si podemos reunirnos, creo que puedo ayudarlo.
A
las cuatro de la tarde Antonio Montero caminaba con las manos en los
bolsillos vacíos. Había quedado entrevistarse la mañana siguiente
con Rogelio Blanco. No había soltado prenda sobre lo que podía
aportar a la causa. Pero era más de lo que había conseguido en
cinco días.
—¿Puedo
hablar con vos?
Gladis
Lombardo lo observaba con mirada triste.
—Por
supuesto —dijo Montero mientras la invitaba a sentarse en el borde
de un cantero.
—Mi
novio no quiere que hable con vos. Pero tenía que hacerlo.
—Te
escuchó.
—Le
dijimos a la policía que encontramos a Narvaez en la vereda, que ya
estaba muerto y que no había nadie más. Pero eso no fue lo que
pasó. Mi novio me acompañaba al trabajo. Yo trabajo en un local de
comida rápida acá a tres cuadras. Entro muy temprano y mi novio me
acompaña casi siempre, para ver que llegue bien y no me pase nada
por el camino. Cuando doblamos para agarrar la avenida lo vimos a
Narvaez. Todavía estaba vivo. Y había otro hombre con él, que no
paraba de insultarlo, y de repente sacó un revólver y... — Gladis
Lombardo detuvo el relato y comenzó a llorar—. Le pegó dos tiros.
Mi novio me arrastró detrás de unas plantas y me tapó la boca para
que no hable. El otro tipo subió a un auto y se fue. Entonces yo me
liberé de las manos de mi novio y corrí hasta Narvaez. Y empezó a
aparecer gente de todos lados, atraída por los disparos. Y todos
preguntaban si alguien había visto algo, pero todos decían que
nadie había visto nada, y yo iba a decir lo que habíamos visto pero
mi novio no me dejó y dijo que lo encontramos así y después me
llevó adentro del restaurante y me pegó una cachetada y me ordenó
decir que no habíamos visto nada y...
Montero
abrazó a Lombardo y le dio unas palmadas en la espalda.
—Está
bien, nena. Está bien.
—Lo
lamento. No quería quebrarme así, pero...
—Está
bien. Sos muy joven todavía para vivir algo así.
—Tengo
diecinueve. Y vos no sos tan viejo. ¿Cuánto tenés? ¿Veinticinco?
—Treinta
y uno. ¿Vas a atestiguar en la causa?
—No
puedo. Mi novio no quiere.
—¿Es
tu novio o tu dueño?
—Es
complicado. Él trabaja en Corralones Ameghino. Y el tipo que le
disparó a Narvaez... el hombre que lo mató...
—Sí,
ya sé.
—...
es Ameghino, el dueño de los corralones.
El
martes por la mañana Antonio Montero se entrevistó con el perito
balístico.
—Son
balas de revólver, calibre 38 —dijo el perito, entre dos bocanadas
de humo de su cigarrillo.
—¿Y
qué más puede decirme?
—Nada.
Necesito la presunta arma homicida para hacer más pruebas.
Saliendo
de la oficina del perito balístico, Antonio Montero fue a ver a
Rogelio Blanco. La dirección que le dio resultó ser un pequeño
local en una galería en el centro.
—Soy
parapsicólogo —le dijo Rogelio Blanco con gesto afable—. Limpio
el aura, abro caminos, haga retornar a tu ser querido... —Rogelio
Blanco hizo una pausa, cerró los ojos— A vos te hicieron un
trabajo. ¿Tu pareja te dejó recientemente?
—Me
dijo que tenía información para mí —lo cortó en secó Montero.
—Sí,
claro, lo de Narvaez. Sí, escuché tu caso en la radio el viernes.
Esa tarde me vino un flash, una imagen borrosa de un hombre
disparando a un linyera.
—¿Y?
—Bueno.
Ese es el tema. Para aclarar mi percepción de la imagen necesito
ciertos materiales, algunos son caros. Esperaba que vos pudieras
contribuir con ouuch —se quejó Rogelio Blanco del puñetazo en la
cara.
—Ahí
tenés otro flash —dijo Antonio Montero antes de marcharse.
Sin
testigos. Sin pruebas que incriminen a Ameghino. La tarde se iba sin
pena ni gloria. Entonces el teléfono de Antonio Montero sonó. Lo
llamaban de un canal de televisión. Estaban muy interesados en el
caso del hombre que se había presentado como querellante por alguien
que jamás había conocido. En pocos minutos arreglaron todo. Sería
entrevistado en vivo en el noticiero de las siete de la tarde.
Una
hora antes llegó una unidad móvil del canal y preparó la
entrevista. A las diecinueve horas con once minutos el conductor del
noticiero estableció la conexión. Antonio Montero fue visto por
cientos de miles de espectadores que escucharon de su boca la
historia de Gregorio Narvaez, de las dificultades para obtener
pruebas, testigos, el más mínimo dato. Una historia que solía
repetirse casi todos los días en los noticieros de la televisión.
Pero siempre eran padres que reclamaban justicia por sus hijos,
hermanos que pedían testigos por el caso de un hermano, viudas que
entre lágrimas exigían que los culpables de su tragedia fueran a
prisión.
Aquel
día, la crónica policial diaria se mezcló con lo bizarro, y fue un
éxito de audiencia.
Eran
más de las diez de la noche. En su departamento, Antonio Montero
miraba el techo, aguardando que sonara el teléfono. En lugar de eso
alguien llamó a la puerta.
—Te
vi en la televisión —dijo Gladis Lombardo—. Ahora están
repitiendo tu entrevista en otro programa.
—Qué
bueno. Lástima que vendí la televisión.
—Te
traje algo de comer —dijo la muchacha mientras alcanzaba a Montero
una pequeña bolsa—. Espero que te gusten las hamburguesas.
—Las
odio. Pero serán una cena excelente.
—¿No
me invitas a pasar?
—No
me parece buena idea. Es mejor que vuelvas a tu casa.
Amanecía
el miércoles cuando Antonio Montero despertó sobresaltado. Gladis
Lombardo ya se había levantado y se estaba vistiendo.
—Tengo
que ir al trabajo —dijo mientras se inclinaba sobre Montero y le
besaba—. Si puedo, vuelvo esta noche.
—¿Vas
a testificar contra Ameghino? —preguntó el hombre, taciturno.
—No
puedo. Héctor es... No puedo hacerle eso a Héctor —dijo y se
marchó.
Desde
las ocho de la mañana su teléfono no paró de sonar. Todo el mundo
lo había visto el día anterior en la televisión, y todos querían
entrevistarlo. Radios, diarios y otro canal de televisión lo
tuvieron ocupado buena parte del día. Hasta el perito balístico lo
llamó para decirle que quería ampliar su informe, sin cargo, a
cambio de aparecer junto a Montero en la segunda entrevista
televisiva.
Pero
al llegar la noche las pruebas seguían siendo insuficientes. Y no
había testigos que quisieran declarar.
El
teléfono de Montero sonó. Gladis Lombardo no podría ir a
visitarlo, como había prometido. No sabía que extrañaría más, a
la chica o a las hamburguesas. Sus tripas hambrientas respondieron
con un gutural quejido.
La
puerta del departamento se abrió con violencia. Dos hombres de
grandes proporciones entraron. Los reconoció enseguida. Eran
empleados de Corralones Ameghino.
—Pasen
—dijo Montero, sentado en el sofá—. Siéntanse como en su casa.
Los
dos tipos permanecieron en silencio. Detrás de ellos entró el
abogado Haroldo Pérez García, caminando casi con desgano. Y por
último, el mismo Rogelio Ameghino, dueño de los corralones de
materiales, con paso soberbio, con la mirada cargada de desprecio,
ingresó al departamento.
—¿Qué
mierda querés? —le preguntó a Antonio Montero.
—No
sé —respondió Montero, recostándose contra el sofá—.
Justicia.
Ameghino
metió la mano en el bolsillo de su saco y extrajo una chequera. Se
la arrojó a Montero. Golpeó la cara del querellante y cayó sobre
sus rodillas.
—¿Querés
justicia? Ahí tenés justicia. ¿Cuánto es justicia para vos? Pone
la cifra que gustes.
Antonio
Montero tomó la chequera y se puso de pie.
—¿A
qué le tiene miedo? —preguntó el querellante al principal
sospechoso en tanto le devolvía la chequera.
—¡Miedo,
yo! —gritó Ameghino. De un cachetazo arrojó la chequera contra la
pared. Uno de sus empleados de apresuró a levantarla—. ¿Miedo,
yo? No tenés pruebas. No tenés testigos. A la jueza Brandoni la
forramos en guita. Si no fuera que saliste en televisión, acá nomás
te hago mierda.
Tan
bruscamente como llegaron los visitantes se marcharon.
La
mañana del jueves llegó. La segunda audiencia preliminar por el
caso de Gregorio Narvaez estaba prevista para las diez de la mañana.
Desde una hora antes la sala estaba llena. La exposición en los
medios del caso había atraído a una buena cantidad de periodistas y
curiosos que colmaban el recinto.
Cinco
minutos antes de las diez Antonio Montero entró en la sala. Estaba
derrumbado. Sus pasos cansados buscando un lugar donde sentarse, su
rostro demacrado por las ojeras que miraban alrededor suyo
preanunciaban el pronto final del proceso.
Montero
vio a muchas caras que había conocido en la última semana. Y una
multitud de otras que jamás había visto y que lo observaban como si
lo conocieran de toda la vida. Muchas manos se extendieron a
saludarlo, muchas voces le desearon suerte. Pero la suerte estaba
echada.
Sentado
en la primera fila, dio un último giro para ver la sala. Aquí y
allá estaban los encargados de los negocios de la calle donde había
muerto Narvaez. En la última fila, divisó a Gladis Montero, con su
novio, Héctor Montero. Él la abrazaba fuertemente. Y ella respondía
el abrazo. No había que buscar esperanzas allí.
En
primera fila, en el lado opuesto de la sala, Rogelio Ameghino
aguardaba los acontecimientos, simulando muy mal ser un curioso más.
Su abogado lo acompañaba. Sus caros trajes no pasaban
desapercibidos.
—¿Está
el querellante en la sala? —preguntó la jueza Mercedes Brandoni a
la diez en punto.
—Sí
—respondió Antonio Montero.
—Póngase
de pie. ¿Qué pruebas ofrece la querella?
—Tengo
el reporte del perito médico, y del perito balístico, que coinciden
en que Gregorio Narvaez fue ultimado con un arma calibre 38. Varios
indicios indican que habría sido asesinado porque ocupaba un terreno
baldío que alguien más codiciaba.
—¿Tiene
evidencia o testigos que respalden esos indicios? Le recuerdo que
acusar a alguien sin pruebas es un delito.
—No.
La escena del crimen fue rápidamente alterada. Y los testigos no
quieren declarar.
—Entonces
no hay evidencia ni testigos —dijo la jueza, muy seria, aunque un
ligero temblor en la mano derecha mostraba algunos resquemores—. No
veo otro remedio que cerrar el...
—Si
hay un testigo —dijo alguien a espaldas de Montero—. Yo vi a
Rogelio Ameghino disparar sobre Narvaez.
Antonio
Montero se dio vuelta. En la última fila, de pie, bañado por los
flashes de las cámaras fotográficas, Héctor Infante arrojaba su
verdad al mundo ante la atónita mirada de su novia y sus compañeros
de trabajo. Un coro de murmullos llenó la sala.
—Silencio,
por favor—pidió la jueza Brandoni. Grandes gotas de sudor
recorrieron su frente—. Señor Montero, esto es bastante irregular.
Según el procedimiento... —Mercedes Brandoni contempló la
multitud de ojos que observaban su actuación. Había dos cámaras de
televisión en la sala. Lo que dijera en ese momento saldría en los
medios toda la semana. Podía desechar la querella argumentando un
millar de tecnicismos, pero se la iban a comer cruda—. Señor
Montero, ¿es este hombre su testigo?
Antonio
Montero contempló aún incrédulo a Infante durante cinco segundos,
luego se volvió a la jueza y dijo que sí.
—En
ese caso, elevo la causa a juicio oral. En una futura audiencia se
fijará la fecha. Se cierra esta audiencia.
Poco
a poco la sala se fue vaciando. Faltaban pocos minutos para que
comenzara la siguiente audiencia preliminar y Antonio Montero era uno
de los pocos ocupantes, sentado en la última fila, como una semana
atrás.
—Hay
una multitud esperándote afuera —dijo Héctor Infante, mientras se
sentaba a su lado.
—¿Qué
te hizo cambiar de opinión? —preguntó Montero.
—Mi
novia. Al verlos hoy, me di cuenta.
—¿Ah?
—La
forma en que te miraba...
—Yo...
—Sos
un héroe para ella. Y yo quería que también me mirara así a mí.
Lo que pasó con Narvaez nos estaba separando, pero siento que a
partir de ahora las cosas van a cambiar. Sí, señor, van a
cambiar...
—Silencio,
por favor —pidió la jueza Mercedes Brandoni. Una nueva audiencia
iba a empezar. Alberto Mendéz había sido asesinado de una puñalada
en la cadera. Su única familia era un hermano con el que disputaban
judicialmente la herencia paterna—. ¿Quién se presenta como
querellante en la causa Mendéz, Alberto? —interrogó la jueza a la
sala.
Silencio
absoluto. Montero e Infante intercambiaron miradas.
—Yo...
—respondió alguien en la última fila.
Victor Justino Orellana, 2010
Excelente relato, Víctor. Atrapa desde el primer momento y fluye manteniendo el suspenso con intensidad. Mientras lo leía imaginaba distintos finales. Felicitaciones.
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