domingo, 24 de octubre de 2010

Yo no lo voy a ver (17 de julio de 2005 - 5 de febrero de 2010)

Mis abuelos llegaron con sus hijos a cuestas al barrio Los Manzanares en marzo de 1957. Llegaron en medio del barro. La única calle asfaltada era Berna, con una fina capa de concreto agrietado, el resto de las arterias de la recientemente rematada quinta productora de manzanas eran lodazales por donde mis abuelos y sus hijos tuvieron que acarrear muebles, ropas y demás objetos que traían para empezar una nueva vida, en aquel lugar del mundo que a partir de entonces llamarían hogar.
Mi abuelo falleció el 17 de julio de 2005. Fue velado en la casa que sus manos obreras construyeron a lo largo de cinco décadas. Esa noche llovió. A la mañana siguiente, la carroza fúnebre se lo llevó en medio de ciénagas inmundas a las que por falta de otro nombre llamábamos calles.
Cuando mis abuelos compraron el terreno, les prometieron que el asfalto para el incipiente barrio era algo inminente. Los años pasaron. El asfalto no vino. Se hicieron decenas de nuevos proyectos. Se hicieron miles de promesas. Se pagó, a través de impuestos o de fondos comunitarios, la promesa de proyectos de gris concreto sobre nuestras calles.
En los últimos años de su vida, cada vez que se escuchaba en el murmullo del barrio que venía el asfalto, mi abuelo decía “yo no lo voy a ver”. Todo una profecía que se cumplió con la precisión de un reloj. El reloj de su vida que se quedó sin cuerda para continuar.
A fines de 2007 apareció un nuevo proyecto, una nueva promesa. Asfalto comunitarios, con gastos compartidos por el municipio y los vecinos. Cuando mi abuela se enteró, lo primero que dijo fue “yo no lo voy a ver”.
No todos podían pagar el nuevo proyecto de pavimentación, ni con el más luengo y generoso plan de pagos. Mi abuela no tenía ingresos, gastaba más dinero en medicamentos que en comida. Y junto con mi abuelo habían pagado tres, cuatro o quizás más veces por ese asfalto que querían cobrarle de nuevo.
Yo no podía ayudarla. Su casa también era mi hogar. Sin embargo, mi economía estaba tan devastada como la suya. El asfalto pasó cerca, pero pasó de largo.
El 5 de febrero de 2010 el corazón de mi abuela dijo basta. Sus párpados se cerraron por última vez en un día lluvioso. Y en medio del barro, fui a despedirla.


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